Trauma norteamericano
Con la miríada de festivales cinematográficos que puebla el país, merece poner en valor aquellos que saben buscarse un espacio, construirse una identidad sustancial mediante una programación coherente y con valor para el espectador. Es el caso de Novos Cinemas en Pontevedra, que muestra una vocación humilde y minimalista, focalizado en primeras y segundas obras, lejos por tanto de nombres consagrados, con una sección oficial compuesta únicamente por nueve títulos, todos ellos además largometrajes de escasa duración, propuestas narrativas que buscan salirse del lugar común, lejos de relatos convencionales, aparatosos, grandilocuentes o efectistas.
Ejemplos evidentes de esta línea de programación son dos de los títulos más estimulantes que hemos visto en esta temporada festivalera, Unrest de Cyril Schäublin y Human Flowers of Flesh de Helena Wittmann, glosados en las respectivas crónicas del Zinemaldia de San Sebastián y del SEFF de Sevilla. Como también lo son varias películas que coinciden en retratar una Norteamérica en estado de trauma, bien sea por un pasado no convenientemente resuelto, bien sea por un problemático presente agudizado por la crisis pandémica de la que acabamos de salir.
Entre ellas, destacaba Happer’s Comet, el segundo largo de Tyler Taormina, premiado por los jurados internacionales y de la crítica como mejor película. Su debut, Ham on Rye, ya nos había llevado por caminos excéntricos en el retrato juvenil de transición a la edad adulta, donde los colores brillantes y pastel se trasmutaban en un mundo más oscuro, lacónico e incomunicado, de manera que Happer’s Comet parece una casi continuación, un enrocamiento a través de una obra totalmente nocturna y sin diálogo alguno. Como en aquella, se trata también de un relato coral de caracteres con aún menos entidad, ya que sus imágenes nos ofrecen más bien sombras que se mueven en la noche, una especie de coreografía sonámbula en la que los personajes se reúnen para realizar a su manera también un ritual amoroso, quizás recurrente o quizás largamente añorado, pero siempre como elementos clandestinos que nos hacen evocar el confinamiento pandémico. La profusión de pantallas, sean televisores, móviles o monitores, incluso la música, como acompañantes de las solitarias criaturas que pueblan las imágenes nos hace pensar en un mundo paradójicamente incomunicado, alienado sin duda, que la reclusión provocada por el COVID sólo ha potenciado. Y en este contexto, parecen ser los jóvenes, al calor de sus pulsiones sexuales, quienes muestran la voluntad de transgredir la situación, de alcanzar una conexión física que es negada durante la mayor parte del metraje, aunque las palabras sigan brillando por su ausencia, una consecuencia del efecto clandestino o quizás la constatación del trauma del aislamiento. Es en todo caso una obra ciertamente extrañada y misteriosa, que se resiste a explicarse, que podría resultar frustrante en alguna medida pero que siempre brinda una disfrutable belleza. Taormina se enseñorea en la serenidad nocturna, que ofrece un silencioso tapiz a la sutilidad de los sonidos y un manto de oscuridad a los reflejos lumínicos. El mundo pandémico emergería así como una evocación noctámbula propia de las horas de sueño.
La pandemia de COVID es también el contexto en el que se sitúa Love Dog, otra cinta de escenarios estadounidenses que igualmente nos habla del aislamiento, la alienación y, más en particular, de la depresión. Enmarcado en un paisaje social y físico perfectamente coherente con el discurso del film, la directora Bianca Lucas (de nacimiento y formación europea) se centra en este caso en un único personaje, traumatizado por el suicidio de su pareja, apostando así por una dimensión psicológica poco presente en la mayor parte de la selección del festival. Nos encontramos por tanto ante un náufrago vital, a quien alguien ha prestado una casa más o menos aislada (o quizás oficia de vigilante de la misma) donde se sumerge en la soledad y la angustia existencial, siempre que no deambula con su vehículo y sin objetivo aparente por el desolador paisaje de alguna localidad de Mississippi. Como vías de escape sólo encuentra el falso antídoto de las interacciones virtuales (de nuevo el mundo de las pantallas se propone como alienante, pero también como larvario de dudosas tendencias políticas) y los puntuales encuentros con otros personajes en los que se atisba quizás la posibilidad de aferrarse a una tabla salvavidas a base de calor humano. Love Dog viene a ser el concepto que plantea uno de esos personajes, la necesidad e importancia de postularse como un ser que da amor al prójimo, pero el título también encuentra eco, claro está, en el perro que le regalan al protagonista. Muy significativamente, sólo llega a aceptarlo, a implicarse emocionalmente, cuando el animal ha perdido una pata, como una forma de igualdad, por fin dos seres impedidos. Los flashes mentales en los que el protagonista evoca la imagen de la mujer perdida, así como su propio estado emocional, esa sensación de dolor, vacío y ausencia de propósito, me hicieron pensar en The Brown Bunny. Evidentemente es una propuesta diferente, sin la depuración ni la progresión trascendental (por utilizar la terminología de Schrader) del film de Gallo, pero nada exenta de interés en su construcción visual de un estado depresivo.
También el trauma por la pérdida de una vida humana se encuentra en el epicentro de Cette maison, debut en el largo de la cineasta canadiense Miryam Charles, que aborda la muerte real y violenta de su propia prima, una adolescente asesinada en su casa de Connecticut en 2008. Es la herida por la que supura todo el metraje de una obra que, a pesar de su título, parece tan fuera de un espacio concreto como de tiempo. De hecho, entiendo que «esta casa» podría tener un matiz negativo respecto al lugar físico, pero en positivo representaría la ligadura maternofilial que funciona como verdadero anclaje de los personajes, y que el dispositivo del film hace perpetuar más allá de la muerte, haciendo de la obcisa una suerte de narradora de ultratumba que además se muestra en escena siempre con la edad de una joven adulta a la que nunca pudo llegar. Se abre así a una cualidad fantasmagórica también alimentada por el sentimiento de no pertenencia propio de la emigración, por el deseo que destilan los personajes de estar en otro sitio, por el viaje mental que emprende la película en sus hermosos interludios paisajísticos en 16mm a su tierra de origen, un Haití contenedor de tantos recuerdos, idealizado como paraíso irremediablemente perdido. El contraste lo ofrecen esos escenarios visiblemente teatrales por los que transitan los personajes, seguramente la manifestación visual del su desenraizamiento, con una puesta en escena que tiene mucho de performativo y explícitamente representacional. Es una opera prima que hace virtud de sus limitaciones presupuestarias, con una audaz narrativa aunque a veces peque de un cierto grado de confusión, y que no descuida (ni tampoco explota sentimentalmente) las intensas emociones de sus personajes.
La cuestión racial está siempre latente en Cette maison y ocupa el centro del relato de Nomotopowell, otra nueva mirada a los traumas de Norteamérica, tan presentes en esta edición del festival. Su director Brent Chesanek aplica la llamada teoría del paisaje a esta caleidoscópica narración que nos devuelve a los tiempos colonizadores y esclavistas mientras el registro visual se mantiene en presente en los mismos escenarios que acogerían el pasado evocado. El personaje clave y sobre el que pivota la dualidad de la narración es Billy Powell, un hombre del siglo XIX descendiente tanto de europeos como de indígenas, acusado de atentar contra la vida de un representante del gobierno y ajusticiado por ello. El film realiza un ejercicio de malabarismo tomando inicialmente el punto de vista colonizador para, en medio del metraje, virar explícita y materialmente (con un plano de atractivo muy discutible en el cual un cuadrado se desgaja de la imagen para girar mientras ésta hace lo propio) hacia el punto de vista de los indígenas y esclavos, de manera que Powell pasa a ser Osceola, que es su nombre semínola, ahora ya no un asesino, no un delincuente o un subversivo, sino un luchador por su pueblo y por su propia libertad. Este manejo del punto de vista en un film construido en su parte verbal exclusivamente a partir de textos preexistentes me parece muy logrado y significante. Al mismo tiempo, sus primorosas y contemplativas imágenes nos adentran por hermosos escenarios, unos paisajes cuya belleza choca con el relato de violencia colonial que derivó en las Guerras Semínolas, pero que también reflejan en sordina los ecos del mundo moderno que se ha construido sobre aquel ominoso pasado.