Nunca deja de resultar gratificante seguir explorando la historia del medio en busca de esos destellos de talento y emoción que la actualidad cinematográfica no siempre proporciona. Por eso no se me ocurre nada mejor para comentar el año recién terminado que de nuevo compartir aquellos títulos del pasado descubiertos por primera vez que más he disfrutado en esta temporada cinéfila. Tampoco es una selección especialmente exótica, trufada de nombres familiares provenientes de cinematografías tan poco marginales como la alemana, la soviética o la japonesa, con una mayoría de películas adscribibles al mudo tardío o a una modernidad ya madura entre finales de los años sesenta y la década de los setenta.
1. Bread (Nikolai Shpikovsky, 1930)
El film que más me impresionó este año venía programado por la Filmoteca Española en un pequeño ciclo dedicado a la vanguardia ucraniana, que también me permitió el contradictorio gusto de visionar The Enchanted Place de Alexandr Dovzhenko musicada por algún terrorista de las bandas sonoras. Pero pocas contradicciones en el placer deparado por este mediometraje, al menos en su duración actual, centrado temáticamente, como tantas otras obras soviéticas, en los beneficios de la colectivización. Un soldado del Ejército Rojo regresa a su pueblo y prestamente pone en marcha el reparto de tierras entre los campesinos. Si las maquinaciones contrarrevolucionarias lugareñas construyen el típico conflicto de este perfil de obras, funcionando igualmente la oposición entre lo viejo y lo nuevo que representan padre e hijo, la escasez de simiente nos ofrece la menos habitual imagen del sacrificio de la hambrienta población, que observa con desesperación cómo se cargan los trenes de grano con destino a las granjas para la siembra, quizás la razón por la cual el film fue rápidamente prohibido (no queda mucho para el Holomodor). En todo caso, la fuerza de la película descansa sobre su potencia visual, de corte un tanto constructivista, la plasticidad de unas composiciones con escaso movimiento interno y montaje muy significante pero muy medido (a excepción de ocasionales ráfagas que alternan dos imágenes, o imagen e intertítulos, explosiones de fragor que anuncian la intervención de instancias superiores). La escena de apertura es un buen ejemplo, que opone la imagen de la esposa en el hogar iluminada por la lumbre y cuidando a un niño, tomada desde diferentes ángulos, con la figura estática del marido en el exterior, la visualización de la separación que ha precedido al inminente encuentro. Otra secuencia de singular genio es el enfrentamiento físico que se produce entre el protagonista y el cabecilla contrarrevolucionario, resuelto enfocando a los pies de los personajes y con el puntual uso de la cámara lenta justo en el momento más climático. La suma de sus reiterados destellos de inspiración depara una obra de expresiva belleza y de la que sólo cabe lamentar que se acabe tan rápido.
2. No Path Through Fire (Gleb Panfilov, 1968)
En este peculiar film bélico de retaguardia, la protagonista es una enfermera de equívoca apariencia, se diría en principio que de pocas luces, además de no muy agraciada físicamente (discutible), que lleva a cuestas una cierta sensación de incomodidad, como si se encontrase siempre fuera de compás, en el sitio y el momento equivocado. Su incipiente relación con un soldado acordeonista transmite esa impresión de falta de compenetración. Pero el devenir de la historia va modificando nuestra percepción y nos descubre a una persona honesta e íntegra de insospechadas virtudes, como su habilidad en la pintura, al tiempo que su condición de heroína contrasta vivamente con las figuras más pétreas y ejemplares del socialismo cinematográfico. Quizás por ello sea una obra de tanto movimiento visual, un fascinante fluir que nos habla del fragor e inconsistencia de los tiempos revolucionarios, una demostración de la capacidad de Panfilov para mantener unas composiciones de plano atractivas y significantes sin caer en el caos al que le podría invitar la vorágine de acontecimientos que muestra en pantalla.
3. Three Loves (Curtis Bernhardt, 1929)
Una historia bastante sencilla, un poco tópica también, sobre un joven recién casado (por interés) que nada más comenzar su viaje de luna de miel queda fascinado por una bella pasajera, encarnada por Marlene Dietrich nada menos. Esta mujer va acompañada por un hombre abusivo, lo que no es óbice para que se erija en la preceptiva y seductora femme fatale. Sí que resulta un poco extraño que toda la presentación empresarial inicial, además de la esposa misma, queden totalmente olvidadas en la resolución del film, no sé si víctimas de alguna despiadada tijera (se hace evidente en el transcurso del metraje que faltan algunas escenas). El caso es que la película me pareció un festín de puesta en escena ya desde una apertura despachada con un largo y coreográfico plano secuencia, que no es el único del film. La exhibición de Bernhardt alcanza también a secuencias fragmentarias, siendo el mejor ejemplo la que tiene lugar en el estrecho espacio del compartimiento de un vagón de tren, donde el protagonista, la seductora y su acompañante insinúan sus dinámicas emocionales en base a las composiciones que de ellos va haciendo la cámara y que están montadas con precisión admirable. Se trata de hecho de una obra con pocos intertítulos e interpretaciones bastante sutiles dentro del contexto del cine mudo, cuyo discurrir argumental descansa en enorme medida sobre la pura narrativa visual, lo que supongo forzaba a ciertos directores a un ejercicio de creatividad en la puesta en escena que luego es difícil encontrar en su etapa sonora (y se me viene el caso de Anthony Asquith como ejemplo paradigmático).
4. Clouds at Sunset (Masahiro Shinoda, 1967)
La historia que nos cuenta este film puede parecer convencional de entrada dentro del argumentario más habitual del cine japonés, el clásico trayecto de una inocente joven hacia la explotación humana como forma de voluntario sacrificio para mantener a sus padres (en concreto, su padre está enfermo y necesita ser ingresado en un hospital). La persona que le va iniciando resulta ser un desertor del ejército, y la ambientación nos sitúa en los militaristas años treinta, ya en tiempo de guerra. Al mismo tiempo, ella es amiga de una prostituta que le advierte contra los peligros de introducirse en su profesión. La candidez de la protagonista, su condición de víctima tan propiciatoria, amenaza con arruinar un tanto el interés de la historia, pero finalmente me parece muy sugerente cómo se van subvirtiendo las nociones de lo bueno y lo malo durante el film, sujetas también a un contexto temporal y social muy determinado. Además, es una película que da gusto mirar para ella, con unos muy cuidados encuadres en panorámico, recortados a menudo por elementos escénicos, un trabajo visual con sentido narrativo en un magnético blanco y negro que puntualmente, en momentos clave, estalla hacia el color en escenas de atardeceres.
5. A.K.A. Serial Killer (Masao Adachi, 1969)
Adachi ponía por primera vez en práctica la teoría del paisaje en este documental sobre un joven que tras robar una pistola de una base norteamericana, comete cuatro asesinatos en sendas localidades, historia que dramatizaría Kaneto Shindô el año siguiente en la no menos notable Live Today, Die Tomorrow! El dispositivo consiste en mostrar únicamente los escenarios por donde transitó el joven a lo largo de su azarosa vida, vacíos de su protagonista o de otros personajes de ficción, y con una voz que informa de manera escueta de los hechos más relevantes de su periplo. La variedad de lugares donde residió, donde cometió sus crímenes, así como la multitud de ocupaciones que tuvo, sirven para trazar un fresco del Japón del momento, quizás la primera impresión que deja el visionado hoy en día, también la de una sociedad y unos escenarios opresivos para este protagonista en permanente fuera de campo, aunque el paso del tiempo puede haber diluido un tanto esta intención del director. De hecho, lo que sí se conserva perfectamente es la belleza de sus imágenes, la luz y composiciones, esa presencia obsesiva de letreros, esos montajes con determinados elementos recurrentes (como los escolares montando en bicicleta), e incluso un largo plano secuencia rodado desde el interior de un coche funciona estéticamente a pesar de estar proyectado a cámara rápida.
6. Arsenal (Aleksandr Dovzhenko, 1929)
La Revolución uncraniana es el tema de esta obra de Dovzhenko, una valiosa muestra de la vanguardia cinematográfica soviética. Una madre que ha perdido a sus hijos, la Primera Guerra Mundial y el regreso de los soldados abre la espita para una narración que refleja el caos del momento, entre exaltaciones nacionalistas y el conflicto de clase. De hecho, en muchos momentos es complicado adivinar qué grado de simpatía le concede el film a cada facción. En parte porque no es una obra de psicología y personajes, no hay apenas tramas argumentales, la narración salta de microescena en microescena, establece un diálogo entre ellas mediante el montaje y apuesta por convertirse en una experiencia plástica de composiciones y formas, de luces y sombras, que puede recurrir a un estatismo antinatural o al movimiento más furioso, en encuadres liberados de armonías y equilibrios clásicos.
7. Kodiyettam (Adoor Gopalakrishnan, 1977)
Ningún director me proporcionó en 2023 tantas horas de placer cinematográfico como Adoor Gopalakrishnan. Sus imágenes siempre atrayentes, casi diría que relajantes, también albergan la inquietud de una mirada crítica a la realidad circundante. Su galería de protagonistas, a menudo volcados sobre la excentricidad, navegan el problemático contexto social indio al cual tratan de adaptarse cada uno a su manera. La pareja que se fuga en Swayamvaram (1972) se da de bruces con la realidad y con un trasfondo de lucha de clases que el marido pretende seguir ignorando. La marcada dualidad de las dos versiones de la vida de un joven que propone Anantaram (1987) sirven a un ejercicio metanarrativo (con algunos gestos estéticos bressonianos). La llamativa bonhomía del escritor preso político de Mathilukal (1990), siempre de buen talante incluso con sus carceleros, le llevan a refugiarse en los placeres más minimalistas. El bondadoso hijo de familia feudal de Kathapurushan (1996), de ideas comunistas, somatiza a través del tartamudeo su malestar vital ante las circunstancias sociales en las que se mueve. Y finalmente, en el caso de Kodiyettam, su estrafalario protagonista es tan disipado como inmaduro, y sobrevive gracias a la ayuda de su hermana y a algunas tareas puntuales que le encomiendan sus vecinos. También es capaz de casarse con una joven prácticamente por inercia después de sospechar que la viuda por la que se siente atraído mantiene una relación con otro hombre, para luego desatender a su esposa por completo, incluso tras quedarse ésta embarazada. Es un personaje con una doble condición de víctima y aprovechado, y su evolución al abrigo de un abusivo hombre, precisamente el que sería amante de la deseada viuda, arroja sugerentes e inquietantes lecturas sobre la opresión, sobre la adaptación y el aprendizaje que ésta puede deparar, para bien o para mal. De Gopalakrishnan siempre podemos esperar un cuidado estético al servicio de su narrativa y desde la humildad de los materiales de producción, pero Kodiyettam pasa por ser uno de sus films visualmente más atractivos, tanto en la composición en un contrastado blanco y negro, especialmente expresivo en las escenas nocturnas y de interiores, como en su preciso montaje, sea interno o externo.
8. Les dernières fiançailles (Jean Pierre Lefebvre, 1973)
Una obra de cámara y crepuscular sobre un matrimonio de ancianos en el ocaso de sus vidas (aunque los actores son un poco jóvenes quizás para las pretensiones del director). El marido está aquejado de alguna enfermedad de negra prognosis, como deja claro la visita del único personaje del film ajeno a ellos, un médico, pero no está dispuesto a abandonar ese hogar que Lefebvre retrata con tanto cariño en sus imágenes. Bajo el incesante ritmo que proporcionan los relojes que allí se acumulan, nos descubre un espacio luminoso de turquesa en el interior y verdor en su jardín. Por otro lado, la mujer no se hace a la idea de vivir sin él y reza para poder morir juntos. Lejos de esa cierta crueldad de Haneke en Amour o del exhibicionismo de Noé en Vortex, se trata éste de un film austero pero de cálidas imágenes que acompañan la decadencia de estos personajes inmersos en unas rutinas ya eternas, en una convivencia donde casi sobran las palabras. Todo ello está mostrado en suaves movimientos de cámara que se mantienen generalmente en plano medio, buscando una cercanía que nunca es intrusiva, y con alguna secuencia discreta y brillantemente coreografiada. Eso sí, es una pena que el cierre de la película, que se desliza hacia la vertiente sobrenatural, resulte tan ridículo.
9. Zero Hour (Edgar Reitz, 1977)
En un pueblo del oeste de Sajonia, alrededor de una parada de tren, se reúnen una serie de personajes justo en el momento que media entre la retirada de las tropas americanas y la llegada del Ejército Rojo, producto de los acuerdos políticos que propiciaron la utilización de esa región como moneda de cambio para el control de un pedazo de Berlín. Buena parte del film transcurre por tanto en un momento en el que no hay autoridad efectiva sobre el terreno, con una extraña sensación de libertad, de posibilidad, cuando los personajes fabulan sobre el futuro y sobre el pasado, como si quisieran reconstruir sobre las ruinas no sólo su porvenir, sino también su propia historia. Un espejismo, por supuesto, del que Reitz desengaña a sus personajes sin recurrir a tragedias ni grandes traumas. El film tiene una pátina agridulce y me gusta mucho cómo maneja el espacio tan claramente definido en el que se mueven los personajes.
10. Peter (Henry Koster, 1934) y Bushman (David Schickele, 1971)
El cierre de esta selección lo comparten estos dos títulos muy contrastados por estilo, una comedia clásica de equívocos en el caso de Peter y un ejemplo de lírica modernidad que denota un drama social en el de Bushman, aunque el invisible sustrato de Peter es igualmente trágico, ya que se trata de una producción rodada en Austria debido a la persecución que los judíos ya estaban sufriendo en la Alemania nazi. Ambos films fueron glosados en la crónica de la última edición de Il Cinema Ritrovato.