La maldición de la masculinidad tóxica
En la lucha libre la puesta en escena lo es todo y a pesar de que cada puñetazo y pirueta estén calculados al milímetro, los golpes duelen como si fueran de lo más reales. La representación va más allá del cuadrilátero, desde la preparación física para conseguir el cuerpo más musculoso, hasta la performance con la que los contrincantes rivalizan antes de cada pelea. El director Sean Durkin consigue que nos olvidemos de la gran farsa que representa esta danza dentro del ring, sin un atisbo de sarcasmo y que nos adentremos con entusiasmo en este deporte gracias a la devoción de los inseparables hermanos Von Erich.
El clan de hierro explica la historia de una de las familias más relevantes de la lucha libre en Estados Unidos a principios de la década de los 80, que alcanzó lo más alto en la competición, antes de ser golpeada por la tragedia. El mito fue más allá de lo deportivo al forjarse la leyenda de que su apellido estaba maldito, una maldición que se va contagiando entre los cuatro hermanos sin remedio. El mayor de sus males es criarse con un padre capaz de puntuar sin pudor a sus hijos en un ranquin de favoritos, en un ambiente de completa sumisión y en un espacio castrador con las emociones. Una casa donde llorar está completamente prohibido y donde es imposible transitar un duelo. Hombres hechos y derechos que han aprendido a superar el dolor físico, pero a los que nadie les ha dado permiso para sanar su dolor emocional.
Durkin crea una puesta en escena cautivadora que nos transporta a este mundo de excesos teatrales, músculos imposibles y cardados al más puro estilo de los 80 y nos envuelve sin mucho esfuerzo para meternos de lleno en la historia. Las coreografiadas escenas de lucha se mezclan con la cotidianidad familiar y terminan generando un ambiente angustioso y opresivo. La película rompe con las convenciones narrativas del cine de deportes y va más allá de la estructura de auge y caída del héroe, poniendo el foco en el drama familiar. Una madre conservadora y profundamente religiosa y un padre obsesivo, que intenta alcanzar sus sueños frustrados a través de sus hijos. El drama transcurre entre las heridas que se infligen entre ellos y el profundo amor entre los hermanos.
Las interpretaciones son claves en esta historia que exuda ternura entre las rendijas de esta familia disfuncional, especialmente gracia a un irreconocible Zac Efron en un papel extremadamente sensible. Con un profundo síndrome del hermano mayor intenta mantener en pie cada pieza que se tambalea en su casa y es testigo de cada desgracia sin poder evitarla, mientras escapa de la supuesta maldición y buscando su propio lugar en el mundo. Completan el reparto un estoico Holt McCallany en el papel del padre y el resto de hermanos Jeremy Allen White, Harris Dickinson y Stanley Simons que consiguen juntos un ambiente amable de camaradería.
A pesar del buen trabajo de los actores, la segunda mitad del filme transcurre apresurada saltando de tragedia en tragedia, una falta de desarrollo que no permite profundizar por igual en todos los personajes, componiendo al final un relato plano. Es difícil no pensar en otras historias sobre las que también sobrevolaba la desgracia en el mundo de la lucha como Foxcatcher (2014), la película de Bennett Miller conseguía hacer crecer la tensión de forma progresiva generando un ambiente enturbiado que estalla al final. En este caso la tensión se va diluyendo a medida que avanza la película resultando demasiado predecible.
Es una lástima llegar al momento de catarsis del personaje principal, situación algo forzada, en la que se permite por fin sentir la perdida de sus seres queridos. Seguramente la parte más interesante de la película, este constante paralelismo entre la farsa en la lucha y la farsa en los estereotipos masculinos. Una liberación generacional para construir otro paradigma de familia y encontrar ahí por fin la felicidad.