O agente secreto

Cannes 2025. Volumen 5

Cine político (II)

Yes (Nadav Lapid, 2025)

Tanto da si escribo este texto ahora mismo, hace cinco días o en una semana. Me temo que en cualquier caso, el estado hebreo estaría bombardeando Gaza y asesinando palestinos, como lleva haciendo desde la masacre perpetrada por Hamas, en una venganza genocida.

Nadav Lapid se dio a conocer con una peculiar historia en La profesora de parvulario (2014), versionada posteriormente en un remake americano que no incluía las obvias referencias a una violencia social que alcanzaba a los más pequeños, dispuestos al insulto y al conflicto. Continuó su denuncia de un estado hebrero dominado por un Netanyahu corrupto, del que huía su protagonista hacia París en una fuga hacia adelante, en Synonimes (2019), Ahed’s Knee (2021) ponía toda la carne en el asador evidenciando que había una locura social en Israel, un país dónde cada uno miraba por sus intereses y dónde un pequeño trastorno podía desencadenar un episodio de violencia inesperado.

Yes (Ken, 2025) da una o más vueltas de tuerca a la situación. Si Synonimes era un grito de pánico, si Ahed’s Knee enfrentaba vociferantes bandos (no tan) opuestos, Yes es, a la vez, un grito furioso, un estertor y un vómito, señales del asco ante la situación política. Su arranque, su primera parte (La buena vida) es desbordante, frenética e histérica, tanto por las emociones de dos personajes desatados como por una cámara que se mueve, agitada, mareante. Y y Yasmin son una pareja, padres de un bebé nacido el día siguiente a la matanza de Hamas, que se dedican a representar espectáculos para la clase más alta de la sociedad israelí, para los oligarcas, para el Estado Mayor… El arranque de la cinta es una juerga desbordante, colorida, llena de alcohol, alusiones sexuales, chistes de mal gusto, música y canciones, dónde se bromea con la imagen de la muerte y la resurrección, y que sólo se frena con la llegada del comandante en jefe del ejército. Yes parece una farsa, un musical cínico con el turbo puesto, algo así como el Clímax de Gaspar Noé combinado con las fiestas opulentas de La gran belleza de Sorrentino.

Y y Yasmin no tienen problemas en representar lo que se les pida, en ser burdos o sensuales, en bailar, cantar o humillarse, en prostituirse incluso, si el salario es suficiente y les permite soñar con un apartamento mayor. Las representaciones frente un público al que desprecian salen a cuenta. Tanto da que no sean de la cuerda del gobierno, siempre que sus miembros les paguen bien. Es una sociedad amoral y cínica y hay que aprovechar lo mejor que se pueda.

Llegamos agotados a la segunda parte de la cinta. Un mefistofélico personaje ofrece a Y un dineral por musicar un texto genocida que pretende celebrar el exterminio palestino. Es mucho dinero, tanto como para asegurarse un futuro en un lugar feliz. Pero, por primera vez, surge la incomodidad, la duda. Nadav Lapid nos lleva de la mano de Y y de una antigua amante a contemplar, desde la frontera, los bombardeos sobre Gaza, en un paisaje lleno de polvo y humo en suspensión dónde el color parece virar al blanco y negro. Ella ha sido contratada para describir con la mayor crueldad posible, los hechos de la masacre, cultivando el odio hacia los palestinos. El frenazo de ritmo que da Lapid marea, tal era el vértigo producido en la primera mitad, y no queda más remedio que pensar en los palestinos. En la masacre de Hamas, sí, pero también en todos los palestinos. La hipocresía de Y cede, relativamente, ante cierta incomodidad moral mientras el espectador contempla anonadado el contraste entre la despreocupación cínica y el paisaje yermo golpeado por las bombas.

Nadav Lapid explicó que no hay necesidad de que aparezcan palestinos en la cinta. Para él, Palestina es el espejo de Israel, no puede concebirse el uno sin el otro, entremezclados en la vida cotidiana. La ausencia de palestinos en la cinta se debía en parte a que Lapid consideraba debía representar aquello que mejor conocía. Pero también a que la ausencia de palestinos ponía mucho más en relieve la anormalidad de la situación. Contó también como el rodaje fue boicoteado, dificultando el alquiler de material, o cómo se ocultó este para evitar amenazas o represalias. ¡Qué curioso ver como se asemejan las reacciones fascistas contra la libertad de sus autores por parte de dos gobiernos que se odian mutuamente!

Hay un nudo y hay un desenlace. El mefistofélico personaje viene acompañado de un mando político, vestido de negro como un agente de la Gestapo. Pone el premio al alcance de Y y éste no duda en humillarse. El ensayo del acto es de una horrible hipocresía. Un coro de niños recita las frases genocidas sobre imágenes de destrucción.

No importa tanto la decisión de Y como ser conocedores de que el vídeo fue real. Un grupo de ultraderecha utilizó imágenes y música de un canto infantil por la paz y añadió las frases de odio. El vídeo se viralizó tras la masacre.

Nadav Lapid parece clamar en el desierto. La película no se pasó en la sección oficial, tal vez por considerarla demasiado agresiva, y se exhibió en la Quinzaine des Realisateurs. Es un símbolo también de la situación y de la inoperancia de Europa.

O agente secreto (Kleber Mendonça filho, 2025)

La película de Kleber Mendonça es lo que Walter Salles no supo hacer. Aún estoy aquí triunfó en los Oscar y los Goya y… y no supo retratar toda la realidad de la dictadura militar brasileña. Salles juntó un retrato de los 70 con la historia de una familia burguesa, el padre de la cual fue una víctima más de la represión, haciendo de él un héroe simbólico.

Pero no hubo mártires, sino víctimas. Y no había paisajes bonitos. O agente secreto huye, del primer al último plano, del heroísmo individual. Marcelo escapa de una amenaza que ya ha costado la vida a su pareja y trata de salir del país junto a su hijo, del que ha estado alejado durante años. Mendonça deja las playas paradisíacas para contar una historia en un país dónde todo el mundo tiene miedo. La película arranca simbólicamente con la imagen de un cadáver en trance de putrefacción al que nadie se acerca para no complicarse la vida y sigue con la aparición de una patrulla dispuesta a extorsionar a cualquier ciudadano que se cruce en su camino. A su llegada a Recife, más allá del pintoresquismo de los personajes (impagables Sebastiana o el comisario Euclides), la sensación de peligro, de estar en el último refugio, se deja notar en el ambiente.
Mendonça pone en evidencia cómo funciona la dictadura, con una combinación de soberbia y menosprecio por parte de una casta rica y blanca, corrupción a todos los niveles y una violencia institucionalizada, desde una policía tan incompetente como sádica a grupos ejecutores contratados a bajo precio. La secuencia inicial de la pierna recuperada del interior de un gran tiburón demuestra la capacidad visual del director y nos recuerda que el pez grande se come al chico, que no hay piedad en aquellas aguas y retrata rápidamente el entorno y los personajes que se mueven por aquellos mares.

Desarrollada como una trama de aventuras más que como un thriller, y como hiciera en Bacurau (2019), Mendonça salpimenta un relato muy bien narrado con escenas de acción, una impecable presentación de personajes (los asesinos, a cual más indeseable) o raptos de humor absurdo (con el hilarante ataque de la pierna peluda a la cabeza) que evitan un tono demasiado severo.

El final, tan alejado del de Aun estoy aquí, evita la épica y se tiñe de amargura y escepticismo. Unos tonos muy adecuados para la visión histórica, pero también para contemplar el presente.

Two prosecutors (Sergei Loznitsa, 2025)

Israel y Gaza, Irán, la dictadura brasileña, el golpe de estado de Nigeria que aparece en My Father’s Shadow o las matanzas tailandesas contadas en la comedia Un fantasma útil… en el retablo de terrores políticos no podía faltar la presencia de Rusia, encarnada en la URSS estalinista pero con obvios ecos de Putin.

Loznitsa es un autor bielorruso, exiliado en Ucrania y que ha recibido amenazas de todos los bandos, prorrusos y antirrusos. Autor de una serie de documentales sobre Rusia y sobre Ucrania desde hace más de una década que incluían miradas sobre masacres y pogroms o retratos de los levantamientos independentistas de Ucrania, también es autor de largometrajes de ficción. Two Prosecutors es uno de ellos, aunque su semejanza con la actualidad es más que notable.

Tan previsible como gélida, la película destaca por la sequedad narrativa y por la parquedad en la exposición de los hechos. No hay ni más ni menos de lo preciso para plantear y desarrollar el caso. La historia transcurre en 1937 y arranca con la llegada de un joven procurador a una cárcel en la que permanecen víctimas de las purgas estalinistas. Se ha recibido una solicitud de visita escrita con sangre por parte de un preso y las autoridades penales están obligadas a permitirle la visita, más allá de las demoras y obstáculos que tratan de impedirla. La visión de la cárcel resulta desoladora, con tonos decolorados, sensación constante de frío y un ambiente de hostilidad extrema por parte de los guardianes hacia el visitante que deberá traspasar sinnúmero de puertas blindadas hasta alcanzar la celda deseada. No hay allí un peligroso criminal, sino un anciano comunista, defensor del régimen, a quien se ha golpeado y torturado hasta el punto de dificultarle la movilidad. El procurador tomará nota de su denuncia y deberá decidir su curso de acción.

No podemos avanzar más trama sin estropear el visionado, pero no es un secreto que la obra de Loznitsa no es especialmente feliz y esta Two Prosecutors no es una excepción. A través de las sucesivas decisiones del joven procurador y de las respuestas que obtiene, el director de My Joy deja claro que el aparente orden oculta, bajo una superficie pulida de normas y burocracia, un estado dentro de otro. Y, en este, una situación de barbarie que debe aceptarse sin posibilidad de escape. Era el estalinismo, pero puede que no esté tan lejos en la actualidad.