Cuerpo y mente, Hannibal y Lecter
1El placer de comerse al otro ha configurado un lugar común en el proceso psicoanalítico. Los hijos de la horda primitiva comiéndose al Padre en Tótem y Tabú. El caballo que muerde en el caso del pequeño Hans, la gran fiesta de la pulsión oral. Comer, morder, desgarrar, jugar al Pac-Man sobre el cuerpo del Otro, retrotraerse alegremente hacia el crimen tribal y creer que algo queda en nuestro interior de ese enemigo íntimo al que nos comemos. La antropofagia está en la calle, en la humilde petición escrita literalmente por Lecter, «No me comas la cabeza», o en el grito punk musicalizado por Manolo Kabezabolo, «Cómeme el miembro». La antropofagia es religiosa, y por eso mismo es pop, y también por eso es parte fundamental del proceso psicoanalítico. Ser comido en la transferencia, en la contratransferencia, comerse a la madre, promesas de opíparos festines en el cuerpo tan amado.
Luego llega Hannibal (íd.; 2013-?. NBC), que es probablemente la serie de televisión más exquisita que ha llegado a nuestras pantallas desde el comienzo de década, y debemos obligarnos a mirarla al sesgo. Mirarla de frente nos llevaría a la ceguera y a la locura por la vía de empatía hacia Lecter. Mirada al sesgo, nos habilita para gozarla, para sorprendernos en el acto mismo de su insuperable belleza criminal. Hannibal reflexiona, entre otras muchas cosas, sobre el cuerpo como materia, cuerpo en lo real, carne que se encarna en su pura transmutación estética. Cuerpo sublime. Cuerpo que queda descubierto por una palabra (la del analista) que empuja directamente hacia la autodestrucción. Un analista que entiende (¡por fin!) que lo que ocurre en el diván es también una obra de arte, esto es, una obra de la angustia.
Los que hemos experimentado ciertamente la angustia nos quedamos sorprendidos de la manera en la que se desvela como algo corporal. La angustia surge de un proceso de desencaje mental, de pérdida íntima, y de pronto se encarna y atraviesa el cuerpo como una escritura física. La angustia escribe en nuestro cuerpo: lo deja tumbado en la cama, genera dolor en las articulaciones, lo paraliza, nos hace conscientes de su tremendísima fragilidad. De ahí que el psicoanálisis haya siempre dado vueltas en torno a las relaciones que se establecen entre la palabra pronunciada y esa escritura en lo corporal. De ahí que Hannibal nos fascine al poner sobre la cámara el doble siniestro de esa relación: lo que la palabra persigue, su liberación, se invierte aquí en un gesto homicida, y sin embargo, cercano. Quién sabe si todas las angustias del mundo no se solucionarían comiéndonos al objeto de nuestro deseo de una puñetera vez. O quién sabe si, como ocurre con casi todas las víctimas de Lecter, precisamente en el momento de su liberación y su deseo, no encontraríamos sino la autodestrucción más absoluta.
Un ejemplo: el paciente de Lecter que, en la segunda temporada, sueña con convertirse en una suerte de animal salvaje. Su aproximación al deseo de cambio —algo que, por lo demás, ya estaba escrito en el Billy el Niño original— es pagada, como no podía ser de otra manera, con la muerte. «No hay que ceder en el deseo», señaló Lacan en algún momento, pero los guionistas de Hannibal nos muestran con absoluta claridad cuál es el precio que se paga por formular en voz alta, como en aquella habitación tarkovskiana, la cifra exacta de la voluntad.
2 ¿Por qué nos gusta Hannibal? Sin duda, porque vuelve a poner de manifiesto el tremendísimo problema que tenemos con nuestro cuerpo, pero también con el de los otros. Ese que, por pura educación y por pánico, no nos hemos comido y ahora retorna de alguna manera fantaseado, espectral. En Hannibal se nos ofrece el goce de ese otro cuerpo atravesado por un aparataje de alta cultura que permite que se manifiesten libremente todos los deseos. Así, el episodio en el que dos actos sexuales se mezclan en un espectacular montaje de cuerpos confusos, en el que todas las sugerencias de una jugosa sexualidad salpicada de horror (un goce máximo, total) salpica nuestros ojos. Así también las sugerencias incestuosas que se escriben en la relación paternofilial, perturbadora y por eso mismo excitante, entre Will Graham y Abigail. ¿Por qué Lecter le hace tragar precisamente su oreja a Will? Sin duda, y más allá del homenaje lynchiano, porque esa palabra salvadora que debería salir del interior del padre suplente hacia su hija traumatizada no llegará a ser nunca escuchada, no será escrita en el cuerpo, y por lo tanto, no generará efecto alguno. Lecter, que en ciertos momentos parece más lacaniano que el propio Lacan, permite que el trayecto tenga lugar desde lo real, esto es, desde el cuerpo amputado: un mensaje no recibido que se localiza en el interior de aquel que no puede sostenerlo.
Pero decía, Hannibal nos gusta precisamente porque habla de ese cuerpo que cada vez nos resulta más extraño. La imposición del cuerpo del otro, por ejemplo, tan desconocida y tan violenta, y a la vez tan atractiva —¿no experimentó el espectador una pequeña punzada de traición al ver cómo Graham se encamó con una mujer que no era Abigail?—, una imposición que comienza con la publicidad y termina por los consumidores musculados de ciclos que escriben en los foros de internet, aterrorizados porque de pronto tienen un extraño bulto debajo del pezón. El cuerpo se revela y se rebela. El cuerpo nos escribe, pero también se escribe (por la vía del síntoma) a sí mismo. Lecter sabe que nada puede contra el cuerpo y por eso lo consume y lo convierte en arte, lo atraviesa constantemente en una exhibición grotesca y hermosa que a veces parece un párrafo de Kierkegaard desquiciado (el ojo de Dios que mira una colección de cadáveres grapados entre sí) y otras veces parece un artefacto de Damien Hirst. El hecho de que los cadáveres de Hannibal parezcan (quizá sean) obras de arte contemporáneo no es, para nada casual. En el fondo, la serie realiza un esfuerzo titánico por hablar un lenguaje (el de la angustia del cuerpo) que a veces titubea convertido en escenas de acción o en concesiones argumentales pero que, en el fondo, resulta extraña y afortunadamente abstracto.
Esa abstracción en los diálogos, ese cortocircuito de significaciones que está más cerca de la poesía (una palabra que no dice, un simbólico borrado) es a nivel de escucha lo mismo que los cadáveres hermosamente descuartizados son a nivel de mirada. Sumergirse en el río de lo real, fluir en sus espasmos, ser cuerpo.