Orígenes NCA

Los orígenes de lo políticamente incorrecto

La Nueva Comedia Americana nace de un clima de hastío, una suerte de campo árido en el que el humor parecía diseñado para no hacer daño. En la década de los noventa, la comedia recuperaría el tono mordaz y ácido de años anteriores, además del fondo de franca gamberrada que nunca debió perder. El cine de humor recuperó su perdida juventud, algo indisociable a un cierto carácter trasgresor que, con todo, se negaba a renunciar a los parabienes del éxito masivo.

En No es otra estúpida película americana (Not Another Teen Movie. Joel Gallen, 2002), uno de los mejores y más logrados sucedáneos que ha tenido la comedia de Jim Abrahams y los hermanos Zucker, un estupendo gag se convertía asimismo en una suerte de declaración de intenciones de lo que puede entenderse por humor idiota, gamberro, incorrecto, nueva comedia americana o como queramos llamarlo. En él, un circunspecto maestro daba una clase en la que comparaba la magia de la escritura de William Shakespeare con las corrientes del humor contemporáneo. El hombre vomitaba sus exabruptos acerca de esas tendencias facilonas que se habían encargado de destrozar un legado tan rico y prolijo como el del humor clásico y sutil. Y en mitad de su agresiva diatriba, el techo se venía abajo, coronando su cocorota de un pestilente inodoro hasta los topes de mierda. He ahí la respuesta del cine políticamente incorrecto a las lloricas quejas del humor inteligente: con tal de buscarle las cosquillas al espectador, qué mejor que la eficacia de un pedo, de un zurullo pestoso o de una vomitona en plena cara. Y quién dice esto, dice también un despelote o una broma cruel sobre disminuidos físicos. Frente al aséptico engranaje del humor aburguesado, la incorrección política debería ser honesta, directa y visceral. Y, claro, acaba ganando la partida de la risa, porque nadie puede resistirse a la eficacia de un pedo en el momento oportuno.

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No es otra estúpida película americana (Not Another Teen Movie. Joel Gallen, 2002)

Tras un buen puñado de películas ahora quizá exageradamente mitificadas —muchas de ellas olvidables, pero que compartían un sano corazón cafre y afán por el cachondeo sin coartadas intelectuales—, los años ochenta se tornaron fríos y demasiado limpios para la carcajada. Las comedias pasaron a estar diseñadas con la intención de no ofender a nadie, incluso parecían querer pedir perdón por las travesuras del pasado. La llegada de la nueva década no mejoró mucho las cosas. Contra lo que suele decirse, la corrección política no fue un invento de la derecha, sino una evolución lógica del pensamiento liberal del buen rollo, un clima de equilibrio del terror falsamente fundado en aras del progreso. La igualdad entre negros y blancos, entre hombres y mujeres, el respeto a los discapacitados físicos y psíquicos, se convirtieron en ideas intocables que fomentaban ese ambiente de postizo respeto pero que no hacían más que complicar la vida a los humoristas… y de paso, reflejaban un mundo perfecto que poco tenía que ver con lo que pasaba en las calles.  La razón es muy simple: el humor, al menos el humor que nos interesa aquí, crece más fuerte en los momentos de crisis y odio, y esa extraña atmósfera no hacía más que asfixiarlo, dando lugar a comedias pobres, cobardes, y desde luego nada divertidas.

La incorrección política surgió entonces como una válvula de escape a esta represión opiácea, pero en vez de hacerlo en el seno de la marginalidad, como quizá hubiera sido más previsible, lo hizo como estandarte público del cine de consumo más palomitero y aparentemente banal. Esto ayudó a que muchos críticos capaces de defender con los ojos cerrados algunas muestras de humor marginal y feísta de los sesenta y setenta despreciaran de manera sistemática estas películas, confundiendo su contenido con las características de su público objetivo, o, en mayor medida, dando muestras de la extendida animadversión a lo nuevo por una casi siempre irreflexiva sublimación de lo añejo (ahí van unos ejemplos: ¿es ¿Qué ocurrió entre tu padre y mi madre (Avanti!, Billy Wilder, 1972) superior a Algo pasa con Mary (There’s Something About Mary. Peter & Bobby Farrelly, 1998)? ¿Es Frank Capra más brillante que Adam Sandler? ¿Son los hermanos Marx mejores cómicos que los Monty Python, o que el binomio Parker-Stone? Etcétera).

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Algo pasa con Mary (There’s Something About Mary. Peter & Bobby Farrelly, 1998)

Puestos a establecer un punto de origen en el marcado éxito de la serie South Park (1997-¿?) y la película Algo pasa con Mary, resulta imprescindible sentar algunos precedentes, la mayoría de ellos catódicos, como el late night Saturday Night Live (1975-¿?), cuna de sus principales estrellas pero también termómetro de tendencias humorísticas desde los primeros noventa a la actualidad [1], o las teleseries Matrimonio con hijos (Married with Children, 1987-1997), Deja la sangre correr (Let the Blood Run Free, 1990-1992) y Búscate la vida (Get a Life, 1990-1992), que habían desafiado los límites del humor salvaje en unos tiempos mucho más hostiles. La influencia de la tradición inglesa, de los Monty Python a Rik Mayall, tampoco debiera ser pasada por alto. Pero creo más interesante, con intención de subrayar la cualidad de ruptura de la tendencia, citar la ópera prima de los Farrelly, Dos tontos muy tontos (Dumb and Dumber. Peter & Bobby Farrelly,1994). Preñada de una escatología y un humor sexual que se alejaba bastante de a lo que estaba acostumbrado el público por entonces, la película de los hermanos, como apuntó el por entonces critico Daniel Monzón en su momento, suponía un paso más allá a la tradición humorística usamericana, en la que, como en los duetos Jerry Lewis/Dean Martin, las tontadas del payaso siempre guardaban un equilibrio con la sensatez del galán. A finales de siglo, ese equilibrio se rompía, no era necesario: la chorrada abierta triunfaba de pleno y el fracaso se desparramaba sin remisión. La extraña poética de la película, casi una intelectualización soterrada del cine de Pauly Shore del todo coherente con lo que sus responsables desarrollarían en ulteriores realizaciones, fue incomprendida en su momento por una crítica un tanto desubicada, como casi siempre al abordar la comedia, que se quedó en el evidente muro de chistes zafios y grotescos, aunque su éxito de público propiciaría un reguero de continuaciones, algunas muy afortunadas, como Movida en el Roxbury (A Night at the Roxbury. John Fortenberry, 1998), Colega, ¿dónde está mi coche? (Dude, Where’s my Car?. Danny Leiner, 2000) o la saga Dos colgaos muy fumaos, pero en su mayoría olvidables (por citar dos de las más recientes, Blonde and Blonder (Dean Hamilton, 2007) y Stone and Ed (Adam Meyerowitz, 2008), inéditas en España). Como nota curiosa, apuntar un curioso antecedente fechado en 1988: la reivindicable Dos idiotas en Hollywood (Two Idiots in Hollywood, 1998), dirigida por el actor de culto Stephen Tobolowsky.

Menos exitosa pero incluso más suculenta para nosotros resulta La tribu de los Brady (The Brady Bunch Movie, 1995), dirigida por Betty Thomas en 1995. Adaptación de la serie ñoña por excelencia de la televisión yanqui, la maniobra de los guionistas consistía en mantener el tono original y regarlo con su sentido del humor pasado de rosca, eminentemente sexual y desmitificador, un experimento realmente suicida a comienza de los aseados noventa. El resultado es tan desconcertante como valioso, y en su momento dejó estupefacto a crítica y público. No era para menos: usar los frágiles mimbres del cine dirigido al público infantil para arrojar una portentosa bomba fétida de dobles sentidos y bromas camioneriles era algo muy serio. En poco tiempo, Adam Sandler llevaría a cabo una jugada parecida en la igualmente mordaz, pero quizá menos redonda, Billy Madison (Tamra Davis, 1995).   

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La tribu de los Brady (The Brady Bunch Movie, 1995)

Volvamos por un momento a los presupuestos del movimiento, si es que existen y pueden definirse. Como todo estallido derivado de una represión prolongada, la incorrección política tuvo manifestaciones que cuesta defender desde un punto de vista meramente teórico. Entre los principales, el humor basado en la libertad sin fronteras ni cortapisas, la ridiculización del prójimo como base del exorcismo de los prejuicios alienadores. De ahí que del respeto a la mujer se pasara a la misoginia de un Neil LaBute o a la vuelta a la mujer-objeto de ciertas comedias juveniles, de las teorías de la integración llegáramos a un abanico de chistes xenófobos y racistas, y que del tabú de los minusválidos pasáramos a una descripción pormenorizada de sus taras como efecto cómico. Lo dicho podría parecer un catálogo de barbaridades, cosa que no deja de ser en cierto modo, si no fuera porque muchos de los autores de aquellas bromas pertenecían a los grupos sociales de los que hacían mofa. Sin ir más lejos, realizadoras como Betty Thomas o Kelly Makin, o guionistas como Nancy Pimental o Pam Brady (y más adelante la monologuista Sarah Silverman, que le debe más a esta tradición que a Bill Hicks o a Lenny Bruce) hicieron uso y abuso de chistes venéreos, con un tono abiertamente misógino en ocasiones. Y no es de extrañar que las comedias más demoledoramente salvajes en torno al tabú racial (como Los colegas del barrio (Don’t be a Menace to South Central While Drinking Your Juice in the Hood. Paris Barclay, 1996) el primer Scary Movie [Keenen Ivory Wayans, 2000]) vinieran firmadas por los hermanos Wayans, o que los chistes más sangrientos y ácidos sobre judíos o gays… fueran escritos por guionistas que o bien eran judíos o homosexuales o ambas cosas a la vez. ¿A qué puede atribuirse tal cambio de roles entre víctima y verdugo? ¿Estaban las minorías echando piedras contra su propio tejado? Tal vez simplemente se encontraran cansadas de tanta lisonja inútil, de ser tratadas como maniquís perfectos en el cine, cuando la realidad les devolvía una lluvia de miradas de reproche a diario. Quizá a través de la comedia pudieran demostrar a los WASP, blancos anglosajones protestantes, que en su trastienda podían ser tan sucios, mezquinos e imperfectos como ellos… y que también eran capaces de reírse de sí mismos. Curiosamente, en la comedia políticamente incorrecta, quizá para compensar su naturaleza bárbara, funciona más que nunca el lema de «el fin justifica los medios». Ahí tenemos, de nuevo, a los Farrelly: los chistes sobre discapacitados tienen un sentido si sirven para trazar una apología de su integración o reflejar la bondad de sus protagonistas (Algo pasa con Mary), y las chanzas sobre gordos reciben el visto bueno siempre y cuando formen parte indispensable de una fábula en pos de la belleza interior (Amor ciego [Shallow Hal, 2001]).

Junto con todas estas características destacan otras tan medulares como aparentemente más inofensivas: las bromas escatológicas, gradualmente explícitas; la sublimación de la estupidez como efecto humorístico; la exaltación de la belleza y la sexualidad con el consecuente desprecio y escarnio de la fealdad; la entronización de la cultura de consumo (que tiene su cima en una escena de Ocho noches locas (Eight Crazy Nights. Seth Kearsley, 2002), en la que los logos y marcas de un centro comercial obligan a Adam Sandler a rendir cuentas con su pasado) y un desprecio burlón pero muy consciente a todo lo relacionado con el arte o la cultura oficiales. Así pues, la nueva comedia americana será gamberra por definición, pero también física, casi somática, ligera de forma pero no de fondo, aparentemente banal, visualmente colorista, moralmente reprobable y puntualmente agresiva de puro provocadora (la ingestión de heces en la tercera parte de American pie (American Wedding. Jesse Dylan, 2003) o de semen de perro en la comedia teenager Van Wilder (Walt Becker, 2002) resultan equiparables a muestras del cine más trasgresor de los sesenta, con John Waters a la cabeza).

Ocho noches locas (Eight Crazy Nights. Seth Kearsley, 2002)

Pero, como ya habíamos apuntado antes, la comedia políticamente incorrecta siempre busca una contrapartida, un equilibrio que compense su barbarie y provocación. Lo cual justifica en parte la naturaleza de sus protagonistas, quienes, como en el cine de los setenta, vuelven a ser perdedores sin oficio ni beneficio, tipos corrientes marcados con una mala estrella de órdago que de pronto tendrán la oportunidad de disfrutar de una tortuosa redención las más de las veces a manos de una mujer hermosa, no sin antes haber dejado clara constancia de su torpeza y patetismo, que busca a toda costa encontrar una complicidad entre el público. De este modo, los perdedores de este tipo de comedias lo son o bien porque son simpáticos fracasados a quienes la vida no ha sonreído (Ben Stiller en Algo pasa con Mary), o bien porque son genios incomprendidos frente a la avasalladora conjura de los necios (Parker y Stone en BASEketball [David Zucker, 1998], Tom Green en Freddy el colgao [Freddy Got Fingered, Tom Green, 2001]) o en último término porque son pura y llanamente imbéciles (Carrey y Danields en la clásica Dos tontos muy tontos, pero también Sandler en Billy Madison o Ben Stiller en Zoolander [2001]).

Con todo esto, y aun considerando al imbecilidad o la genialidad de sus protagonistas (o ambas cosas a la vez, fenómeno que también tiene cabida en su universo), el héroe de la comedia políticamente incorrecta siempre necesitará a una mujer para redimir su condición de perdedor. Una mujer que, en primer término, servirá como epicentro de los gags más soeces y sexuales, para poco a poco y a medida que avanza la historia ir abrazando además la función de sacar al protagonista del cieno. Un esquema que se cumple al pie de la letra en casi todas estas películas, pero que también daría lugar a interesantes desviaciones: ahí están, por ejemplo, ¿En tu cama o en la nuestra? (Whipped, Peter M. Cohen, 2000), donde la mujer se venga de su condición de objeto; Algo pasa con Mary, en el que no es sólo uno, sino varios perdedores los que compiten furiosamente por la atención de la Mujer Perfecta que puede salvarlos del caos vital, o la salvaje Freddy el colgao, en el que la propia heroína (interpretada por la tristemente olvidada Marisa Coughlan) será quien renuncie a su condición de Suma Redentora haciendo a su vez una reivindicación de la función primigenia, es decir, la de diana del humor sexual, con una frase devastadora: «No quiero joyas, no quiero que te enamores de mí, tan sólo quiero chupártela». La comedia incorrecta genuina, y la de Tom Green es uno de los pocos casos en los que esta incorrección es auténtica y se cumple cien por cien, no se detiene en apreciar la ternura, pues prefiere permanecer más tiempo en el apacible lodazal de la grosería.

Freddy el colgao (Freddy Got Fingered, Tom Green, 2001)

Otro de los rasgos que merecen ser destacados de la nueva comedia americana es su tendencia disfuncional al conservadurismo, algo mucho menos contradictorio de lo que podría parecer en un primer momento. Debemos tener en cuenta que este tipo de humor siempre parte de esquemas clásicos (de Wilder a Capra) o géneros genuinamente blandos (la comedia romántica) para pervertirlos o simplemente modernizarlos. Ahí tenemos a Adam Sandler rehaciendo –y, dicho sea de paso, mejorando- la capriana El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town. Frank Capra, 1936) o a las comedias juveniles con gusto por reformular clásicos de Shakespeare a Laclos. Considerando además su tendencia integradora, su afán por llegar a un mercado cada vez más amplio (¿no son Este cuerpo no es el mío [The Hot Chick. Tom Brady, 2002] o Estoy hecho un animal [The Animal. Luke Greenfield, 2001] comedias gamberras familiares, por paradójico que resulte?) y su continua ambigüedad ideológica, no es extraño que este género caiga también a menudo en la trampa de abrazar ciertos mensajes que lindan con posturas en mayor o menor medida reaccionarias.

Por todo ello, tras las primeras manifestaciones puramente rompedoras, el público asimilará la poética del humor cafre, y los directores aprovecharán el remanso para integrar en ese formato exitoso las mismas doctrinas de la comedia romántica blanda de toda la vida. Valgan como ejemplos películas como Así es el amor (Get over it, Tommy O’Haver, 2001), American girls (Girl fever, Michael Davis, 2002) o 40 días y 40 noches (40 Days and 40 Nights, Michael Lehmann, 2002), muestras paradigmáticas de un clima tan hipócrita como oportunista: rebelión en la forma, sumisión en el fondo [2]. Podría decirse que la coda a esta galería de películas ha sido un fenómeno tan exitoso como el protagonizado por el director/guionista/productor Judd Apatow: su cine como director, formado por Virgen a los 40 (The 40 Year Old Virgin, 2005) y Lío embarazoso (Knocked Up, 2007), da un paso más allá con respecto a los títulos anteriormente citados: la única redención posible de lo anormal es integrarse en el sistema aunque sea a costa de renunciar a los propios principios. Un discurso que pondría los pelos de puntos no sólo a Tom Green sino también a Trey Parker o a Mike Myers, cuyas obras siempre han defendido la ruptura de la norma como arma social. ¿Y cuál ha sido el resultado? Pues una cuantiosa taquilla y un generoso recibimiento por parte de un sector de la crítica que jamás habría defendido obras con superiores hallazgos, pero de naturaleza más pura y honesta, como Wayne´s World (Penélope Spheeris, 1992), Freddy, el colgao o BASEketball.

Virgen a los 40 (The 40 Year Old Virgin, 2005)

Con este extraño corolario, cuesta prever en que se convertirá el humor políticamente incorrecto en los próximos años. Desde aquí, cansado ya de tanto mensaje y tanta maniobra de compensación, no puedo más que romper una lanza por la gamberrada por la gamberrada, paraíso peterpanesco que siempre enerva a los críticos más prejuiciosos. No olvidemos que este humor siempre fue un exorcismo, una válvula de escape del odio acumulado, y no una manera de explicar el mundo, que en cierta parte no es otra cosa que el gran enemigo de todo artista. Por eso saludo con la mejor de las sonrisas obras tan irregulares y caóticas como Dos rubias de pelo en pecho (White Chicks. Keenen Ivory Wayans, 2004), Naturaleza a lo bestia (Strange Wilderness. Fred Wolf, 2008) o Disaster Movie (Friedberg y Seltzer, 2008) que otras muchas que recurren a la oportunista crítica social más o menos afilada. El humor gamberro es aquel que carece de coordenadas geográficas y temporales y tiene su propio descontento como eje principal de su cosmos: todo corazón y tripas, nada de inteligencia, y un fin básico que difícilmente podrá ser más noble: aquel que empieza y termina en una limpia y sonora carcajada.


[1] Un momento particularmente afortunado, en el que conviven la indiscutible gracia de Tina Fey y Amy Poehler, con el surrealismo pop de Andy Samberg o Will Forte, sin olvidar la arrolladora vis cómica de Kristen Wiig, a descubrir por la gran pantalla. Atrás quedan Adam Sandler, Will Ferrell, Rob Schneider, Sarah Silverman o Mike Myers, principales valores de otras generaciones del popular show.

[2] En este misma línea, el crítico Jordi Costa describiría en el número 198 de Fotogramas (Junio 2005) la manera en la que «la comedia supuestamente agresiva ha cristalizado en modelos reaccionarios» poniendo como ejemplo las, por entonces, últimas realizaciones de Parker y Stone (la ambigua Team America) y de los hermanos Farrelly (la blanda y acomodaticia, aunque efectiva, Pegado a ti).