El placer de pasar miedo
En el tercer capítulo de la magnífica Irma Vep (2022), excelente revisión del mito creado por Louis Feuillade donde Olivier Assayas retoma su fascinación por el personaje encarnado por la fascinante Musidora en el serial Les Vampires (1915-1916) actualizando y expandiendo así la reflexión metaficcional iniciada en su película homónima de 1996, se establece un interesante debate entre los personajes que componen el equipo que participa en el rodaje de la adaptación del serial de Feuillade que se está filmando dentro de la propia serie sobre si la creación cinematográfica ha abandonado su condición de arte para convertirse en mero contenido destinado a satisfacer la pantagruélica voracidad de las plataformas digitales con el fin de rellenar espacios que otorguen una mayor precisión en su capacidad de selección al algoritmo que ordena y calcula nuestras necesidades de consumo audiovisual. Sin ponernos demasiado apocalípticos ni resultar excesivamente integrados, resulta indudable que se ha producido una revolución en los mecanismos de distribución de los productos audiovisuales con la consolidación de las plataformas digitales y esto, para bien y/o para mal, ha influido de manera radical en nuestros hábitos de consumo como espectadores. Es cierto que las plataformas están plagadas de morralla audiovisual cuya única función es la de inflar sus espacios virtuales, pero no lo es menos que la necesidad de contenidos también ha potenciado la creación de series y películas de gran calidad y con una voluntad artística manifiesta en sus propuestas (la serie de Assayas es un claro ejemplo). Asimismo, ha favorecido que tengamos la posibilidad de descubrir producciones cinematográficas foráneas soterradas por el mainstream hollywoodiense a las cuales hubiera sido muy difícil acceder mediante los cauces de distribución tradicionales. De esta manera, hemos de ser conscientes de que Maleficio, una modesta película de género realizada en Taiwan por un cineasta tan aparentemente poco estimulante como el para mí desconocido Kevin Ko, pese a haber tenido un notable éxito de público en su país de origen no hubiera gozado de una gran distribución en nuestro país si Netflix no hubiera tenido la necesidad de completar el nicho de terror asiático en su oferta audiovisual.
De esta forma, Maleficio asume su condición de contenido destinado a satisfacer las más bajas necesidades de consumo de las masas desde una honestidad que la emparenta directamente con el espíritu desprejuiciado del exploit clásico. Maleficio aboga por el terror gozoso que retoma el gusto por el susto convirtiéndose en un tren de la bruja que hará las delicias de los aficionados que disfrutamos pasando miedo. Estamos muy alejados, por tanto, de esas obras cacareadamente innovadoras que se amparan bajo el paraguas esnob del elevated horror, odiosa definición acuñada por la crítica más rancia y acomplejada con el fin de etiquetar determinadas piezas cinematográficas para otorgarles así una coartada artística que las desvincule del carácter transgresor e incómodo de un género tradicionalmente denostado por los connaisseurs y la cinefilia más aburguesada para justificar así unos gustos recientemente adquiridos gracias, en gran parte, a la magnífica labor de distribución de A24. Por el contrario, Maleficio se entronca dentro de un subgénero del cine de terror tan sobado durante las dos últimas décadas, a consecuencia del gran suceso que supuso la estupenda La maldición de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999), como es el del metraje encontrado. Esta adscripción ya es una declaración de intenciones que pondrá en guardia a ese sector más “refinado” del público predisponiéndolo negativamente hacia una película que abraza sin ninguna vergüenza los tropos de un subgénero en el que la abundancia de truños es considerable y los explota con enorme efectividad para crear una atmósfera malsana que genera un mal rollo importante y algunas secuencias de gran impacto. Maleficio parte de un argumento en el que se reformulan por enésima vez los elementos sobrenaturales característicos del J-Horror para narrar, otra vez, una historia en la que una maldición atávica recae sobre la protagonista y su descendencia tras profanar el lugar sagrado de una deidad maligna llamada Madre Buda. De esta forma, como ocurre en clásicos del Kaidan Eiga las supersticiones religiosas asociadas al folclore asiático tienen un gran peso en la trama.
Teóricamente, el found footage al introducir el elemento (pseudo)documental potencia la verosimilitud y favorece la suspensión de la incredulidad necesaria para enfrentarse a cualquier ficción. Asimismo, su idiosincrasia narrativa, en la que se focaliza la acción de manera directa a través de la mirada en primera persona del protagonista que vive los acontecimientos, supuestamente debe incrementar la experiencia inmersiva del espectador que asiste a los acontecimientos narrados. Por otra parte, si estas técnicas se utilizan bien, y en Maleficio se hace pese a ser una película muy alejada de la perfección, puede crear en el que mira una sensación de ansiedad, desequilibrio e incomodidad con muchos menos recursos que en una narración terrorífica más convencional. Además, esto abarata notablemente los costes de producción y agiliza el tiempo de rodaje. Por todas estas razones, sobre todo desde la aparición de los formatos digitales que democratizaron la producción audiovisual, de un tiempo a esta parte se ha dado una saturación de found footage que hace necesaria una labor previa de desbrozamiento para separar el grano de la paja. Así, enmarcadas en este subgénero podemos descubrir películas tan notables como la citada El proyecto de la bruja de Blair, REC (Paco Plaza y Jaume Balaguero, 2007), Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008), La Visita (The Visit, M. Night Shyamalan, 2015) y The Medium (Banjong Pisanthanakun, 2022), reciente coproducción surcoreano-tailandesa muy recomendable que tiene numerosos puntos en común con el film que nos ocupa.
En pocas palabras, Maleficio es un artefacto de género puro que asume su condición de mero entretenimiento sin rubor y alejándose de falsas coartadas artísticas, construyendo así una narrativa audiovisual tan imperfecta como estimulante que comprende y también quebranta las reglas del found footage para elevarse de manera involuntaria hacia un extraño estado de honestidad brutal que resulta tremendamente refrescante y placentero para aquellos fanáticos del terror primordial dispuestos a soltarse la melena, dejar a un lado su sentido crítico más quisquilloso y abandonarse al subidón que proporciona montarse en esta pavorosa atracción de feria.