Durante la primera temporada de Fringe, (2008-13, J.J. Abrams) el coronel Broyles hablaba a los componentes del equipo recién llegados del “patrón” que parecían seguir los fenómenos extraordinarios que investigarían. Años después los espectadores de cierto nuevo cine español podemos identificar un patrón en las obras que debutan en festivales para conquistar carteleras.
No me refiere al cine independiente, modesto y arriesgado, que saca la cabeza ocasionalmente y, de manera muy concreta, en Un impulso colectivo, la sección del D’A que nos regala el amigo Carlos Losilla investigando, apostando y destacando nuevas obras con difícil acceso a los circuitos comerciales. No hablamos, por supuesto, de las creaciones que directores ya veteranos y tan dispares en sus estilos e intenciones defienden con audacia visual como Isa Campo e Isaki Lacuesta, Jaime Rosales, Juan Cavestany, Carlos Vermut, Oliver Laxe o Lois Patiño, entre otros, cuyas obras también merecen pases festivaleros y premios diversos. Me refiero a obras que parecen surgir en la estela de películas que marcaron un hito, aunque modesto, en la industria española. Si La plaga (Neus Ballús, 2013) se mantenía todavía próxima al documentalismo de creación (a Jordà más que a Guerín, tal vez), Estiu 1993 (Carla Simón, 2017) marcó una inflexión absoluta en la producción. La obra de Carla Simón, prodigio de sencillez y naturalidd en torno a una joven pareja que adopta (forzosamente) una huérfana de escasa edad, fue un éxito de crítica y taquilla. La frescura de sus intérpretes y la modestia de la realización daban pie a un drama que se alejaba, tanto por su puesta en escena como por su honradez, de los productos televisivos que trataban temas semejantes. La mirada a la infancia, en contexto distinto, se repetiría con éxito en Els dies que vindran (Carlos Marqués Marcet, 2019), Las niñas (Pilar Palomero, 2020) y Alcarràs (Carla Simón, 2021), dramas cotidianos en los que el eje central oscilaba entre las relaciones familiares, el coming-of-age y los roles de género. Así surgirían también La maternal (Pilar Palomero, 2022), Girasoles silvestres (Jaime Rosales, 2022), Cinco lobitos (Alada Ruiz de Azua, 2022) o, ahora, 20.000 especies de abejas (Estibaliz Urresola Solaguren, 2023).
Más allá de su calidad intrínseca o de la falta de ella, el problema de todas ellas radica en que podemos identificar un patrón común, una suerte de elementos identitarios, visuales o temáticos, que forman parte de las mismas. Peor aún, que deben formar parte de las mismas. No son, se entiende, los fenómenos extraordinarios de Fringe los que marcan el patrón de estas producciones. Todo lo contrario, esta suerte de Sundance hispano se caracteriza por tocar temas sociales, transcurrir en ambientes económicos medios o bajos, estar protagonizadas por mujeres, dejando en término inferior a unas parejas ausentes y/o inanes, y con problemas para llevar adelante sus proyectos familiares, sufriendo por la difícil compatibilización de la maternidad y el desarrollo personal. Si la maternidad en edad adolescente era el tema central de las películas de Palomero y Rosales, el conflicto entre proyecto profesional y proyecto familiar estalla en las de Ruíz de Azua y Urresola. El problema se acentúa si, además, añadimos un segundo eje argumental que compite en importancia (dramática y social) con el primero. Sería el caso de 20.000 especies de abejas, dónde el conflicto vivido por la madre de familia/artista choca con un conflicto aun mayor, el descubrimiento de identidad de género por parte de su hijo, Aitor, deseoso de ser reconocido como Lucía.
Y el problema que se genera no pasa a ser sólo el acúmulo de tramas sino la preeminencia de una reivindicación por encima de una narración. Si bien hay diversas escenas que revelan con sutileza el conflicto interior de Lucía (y que son especialmente las que se desarrollan con otros niños más que con los adultos), el guion fuerza la representación del conflicto en las escenas en las que su madre, Ane, sufre por ella o la apoya de modo exagerado, de un modo poco verosímil para el hilo argumental hasta ese momento desplegado. El conflicto entre Ane y su madre, así como su ansiedad permanente, tiene ecos de Cinco lobitos, los juegos infantiles parecen adoptados de las obras de Carla Simón y la asunción de la identidad femenina, presentado de modo algo súbito, es más propia de la madurez de las niñas/madres de otro referente, este francés, la elaborada Petite maman (Céline Sciamma, 2021).
El resultado no da tanto una película insuficiente como una obra de aspecto clonado. Si bien, en los tiempos que corren, ciertas reivindicaciones son tan loables como necesarias, las buenas directoras de nuestro país deberían considerar que no basta una fórmula preestablecida para conseguir nuevas y destacables obras.