Una mirada femenina al coming of age
Decía Truffaut que cuando oía a un adulto añorar su infancia, tendía a pensar que tenía mala memoria. Su crudo retrato de la niñez en Los 400 golpes (1959) nos da unas cuantas pistas del porqué. El subgénero coming of age se ha encargado de llevar a la pantalla los convulsos sentimientos de las etapas de crecimiento, las inquietudes inherentes al proceso de transformación que se da en el paso de la infancia o adolescencia a la edad adulta. A menudo, esta metamorfosis viene detonada por el despertar de la sexualidad o el descubrimiento de la muerte. Y, en la mayoría de ocasiones, se ha tratado desde una óptica masculina.
A principios de siglo, sin embargo, esta tendencia empieza a cambiar. Cineastas como Sofia Coppola (Las vírgenes suicidas, 1999), Lucrecia Martel (La niña santa, 2004) o Andrea Arnold (Fish Tank, 2009), a través de un cine realista y sensible, se aproximan a las etapas de crecimiento desde un punto de vista femenino. Desde entonces, ha habido un boom considerable de directoras que han seguido sus pasos. Partiendo de los temas tradicionales —despertar sexual, muerte— se han desprendido otros más novedosos, como la noción del propio cuerpo y la identidad de género, el despertar de una orientación sexual no normativa, las relaciones materno (o paterno) filiales e incluso temas intrínsecamente femeninos, como el aborto o la opresión patriarcal.
Una de las cineastas que más se ha acercado a estas etapas de transición y autodescubrimiento es Céline Sciamma, quien además, en numerosas ocasiones, lo ha hecho desde una perspectiva queer. Frente al mundo en constante cambio que rodea a sus personajes, la francesa construye un espacio íntimo y seguro a su alrededor, donde los silencios dictan el ritmo y los gestos sutiles son la máxima expresión de amor. En Water Lilies (2007), el despertar lésbico de dos adolescentes se presenta con una naturalidad absoluta y, por ello, revolucionaria. Tomboy (2011) no se plantea la cuestión trans como un conflicto moral para el protagonista, sino como algo que ocurre de manera casi espontánea, fruto de la necesidad de liberación. Su última película, Petite Maman (2021), es una pequeña fábula mágica que habla de ese momento de la infancia dónde, por primera vez, nos damos cuenta de que nuestros padres son seres complejos, con temores e inquietudes. Algo similar pasa en Aftersun (Charlotte Wells, 2022), donde la directora reconstruye los recuerdos difusos de unas vacaciones de verano con su padre, para tratar de comprender la figura de ese hombre tierno y sensible, pero atormentado por un dolor invisible.
Esta capacidad de observar el mundo a través del punto de vista de la niñez también está presente en Verano 1993 (Estiu 1993, 2017), de Carla Simón. También Simón viaja a sus propios recuerdos del verano posterior a la muerte de sus padres, víctimas del sida. En su estilo se adivinan asimismo influencias de Lucrecia Martel —en su cuidado tratamiento del sonido, que contribuye a la creación de atmósferas hiperrealistas, o en la naturalidad de los personajes a la hora de comunicarse—. Alice Rohrwacher filma en El país de las maravillas (2014) los bellísimos paisajes de la Italia rural a través de la mirada de la joven Gelsomina. En un mundo en disputa entre la tradición y la modernidad, la protagonista transita por las inquietudes de cualquier adolescente, al tiempo que lucha por liberarse de su estricto padre. Tanto Simón como Rohrwacher hacen uso de una estilizada cámara en mano que captura la mirada convulsa y juvenil de las protagonistas. En Las niñas (Pilar Palomero, 2018), historia ambientada en la España de los noventa. Pilar Palomero, como Rohrwacher, retrata un entorno en permanente conflicto entre la aparente modernización y el conservadurismo puritano arraigado en la sociedad. El televisor actúa casi como un personaje secundario, presente en cada espacio, propagando los tabúes patriarcales que oprimen a las niñas de manera silenciosa.
En Estados Unidos, estas historias se han enmarcado dentro del contexto indie, con directoras como Greta Gerwig o Eliza Hittman. En su primer trabajo en solitario tras la cámara, Lady Bird (2018), Gerwig disecciona la compleja relación entre una madre y una hija de clase trabajadora de su Sacramento natal, llevándose por delante algunos de los estereotipos del amor maternal incondicional de Hollywood. Un amor que la cineasta retrata con todas sus dobleces, a través de gestos cotidianos imperceptibles y palabras a medio decir. La notable Nunca, casi nunca, a veces, siempre (Eliza Hittman, 2020) sigue el arduo camino de una adolescente para abortar. Hittman nos encomienda la angustia de la protagonista a través de un cúmulo de planos cerrados asfixiantes, y nos muestra la sororidad como único atisbo de esperanza en un mundo hostil para las jóvenes sin recursos.
Resulta complicado reducir un género tan extenso a un puñado de ejemplos. Se me ocurren películas inclasificables como Crudo (Julia Ducournau, 2016), que utiliza el canibalismo como alegoría del despertar sexual, o las excelentes The Souvenir: partes I y II (2020, 2021), en las que Joanna Hogg recompone los eventos de su juventud a través de un complejo ejercicio meta fílmico, aludiendo a la propia memoria —subjetiva, contradictoria—. En las últimas décadas, el coming of age ha explorado nuevos territorios temáticos y formales. Frente a las tendencias dominantes en el género, un grupo heterogéneo de mujeres cineastas ha liderado esta pequeña revolución, atreviéndose a hablar de temas prohibidos y erigiéndose como voces universales de su generación.
Este texto ha sido escrito en el marco del curso 2022-2023 de Taller de Crítica de La Casa del Cine (Barcelona). A propósito del seminario “¿Existe un canon del siglo XXI?”, impartido en la misma escuela, los alumnos reflexionan sobre las principales tendencias y movimientos del cine del presente siglo.