Lo que hacemos en las sombras
A la caza tiene el honor de haber estado nominada a peor película, peor dirección y peor guion en la primera edición de los infames Premios Razzie. La controvertida adaptación que William Friedkin realizó de la novela homónima de Gerald Walker ha sido un filme tradicionalmente tachado de homófobo y reaccionario por el sector más moralista y mentecato de la crítica, ya sea esta progresista o conservadora. Como suele ser habitual, estas virulentas acusaciones parten de prejuicios basados en una visión superficial de la historia que lleva a una completa desubicación perceptiva acerca de lo que en realidad cuenta la película desvirtuando así la voluntad ética de esta. Bien conocida es la polémica que suscitó el proyecto desde sus inicios, pues ya durante el rodaje hubo innumerables protestas por parte de la comunidad gay que intentó boicotear su estreno al considerar que, tratando la historia sobre una serie de asesinatos a homosexuales que tenían lugar en el ambiente de los clubes sadomasoquistas gays de Nueva York, ofrecía una visión pervertida y oscura de la homosexualidad que podía potenciar la desconfianza y el desprecio hacia un colectivo ya tremendamente vilipendiado por parte de la sociedad heteropatriarcal de la era pre-Reagan. Sin duda, al tratarse de un filme complejo que trata al espectador como a un ser humano inteligente capaz de descifrar los códigos de un relato adulto que se mueve constantemente entre las luces y las sombras existe el peligro (lamentablemente, este es un hecho que hoy en día resulta incluso más evidente que en los tiempos del Nuevo Hollywood) de que el público acostumbrado al maniqueísmo narrativo del mainstream pueda malinterpretar el mensaje político de la película y ver en ella un discurso homófobo. No obstante, lo más preocupante no es que el público conservador y, por tanto, predispuesto de manera natural a hacer este tipo de lecturas taxativas y unidireccionales pueda extraer estas conclusiones sobre el indudablemente ambiguo filme de Friedkin, sino que, desde los planteamientos en los que nos ha inmerso la hipercorrección política vigente en la sociedad bien pensante, haya espectadores inteligentes a los que se presupone cierto criterio que puedan censurar este filme atendiendo exclusivamente a una moralidad pazguata influida por una mente colmena iluminada por un buenismo que anestesia el pensamiento crítico.
En A la caza William Friedkin se adentraba con vocación documentalista y espíritu nihilista en un mundo tan subterráneo, oscuro y absolutamente desconocido para el espectador medio como era el de los clubes sadomasoquistas homosexuales de la ciudad de Nueva York en la década de los 70’. Ni corto ni perezoso, Friedkin, que era un tipo ambicioso y con una voluntad maquiavélica cuando se trataba de conseguir lo que quería en pantalla, entabló amistad con un mafioso llamado Matty Ianello, dueño de varios clubes de S&M en la ciudad, y finalmente consiguió que le dejará filmar en ellos. Hasta tal punto llegó la obsesión del cineasta por captar de forma verosímil la esencia perturbadora que estos locales debían ejercer sobre un público heteronormativo que, aún vistas hoy, las secuencias rodadas en los clubes, pese a tener más de cuarenta años y no mostrar sexo explícito, resultan tremendamente impactantes por la veracidad y la sensación de desasosiego que transmiten en su retrato de un espacio soterrado y oculto habitado por una abigarrada y lujuriosa masa de danzantes cuerpos musculados y sudorosos, pechos peludos, cuero, gorras de plato, cadenas, bigotones y gafas de espejo. El resultado audiovisual refleja un estado de frenesí violento e incómodo, pero a la vez fascinante y atractivo, que nos muestra la progresiva transformación experimentada por el policía infiltrado que interpreta Al Pacino conforme va sumergiéndose en este submundo. Asimismo, la búsqueda de Friedkin por alcanzar el mayor grado posible de autenticidad se manifiesta también en la crudeza con la que fotografía las desvencijadas localizaciones reales en las que transcurre la acción. La película, rodada en las calles de una Nueva York en plena decadencia debido a los enormes recortes presupuestarios impuestos a la ciudad a mediados de los 70’, es un documento fiel sobre la apocalíptica situación urbanística de la Gran Manzana en la época que dialoga con filmes coetáneos como Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) y Buscando al señor Goodbar (Looking for Mr. Goodbar, Richard Brooks, 1977). Por otra parte, encontramos cierto paralelismo entre el descenso a los infiernos al que se somete el policía interpretado por Pacino para descubrir al asesino en serie que merodeaba por los garitos gays neoyorkinos con el del estricto padre calvinista al que daba vida George C. Scott en Hardcore, un mundo oculto (Hardcore, Paul Schrader, 1979) para encontrar a su hija abducida por la industria pornográfica, si bien es cierto que la visión de Friedkin, que muy acertadamente elude emitir juicios de valor manteniendo un distanciamiento neutral, se posiciona en las antípodas del neurótico y autopunitivo objetivismo moral de Schrader. Charlando sobre A la caza con el colega Sergio Vargas me dijo que a él le había recordado a Serpico (Sidney Lumet, 1973). Sergio afirmaba que irremediablemente la presencia de Al Pacino le influía a la hora de establecer esta relación. Sin embargo, es cierto que la representación de la policía que se hace en ambas desprende esa cercanía funcionarial que las aleja de lo épico para poner el foco en el trabajo policial a pie de calle. Además, en las dos películas los personajes interpretados por Pacino van sufriendo un aislamiento progresivo, si bien por muy distintas causas, que parece alejarlos de un entorno laboral en el que, por una u otra razón, parecen no terminar de encajar.
A la caza es un thriller policiaco anómalo, pues se aleja con valentía de la seguridad que aportan los tropos del género para adentrarse en aguas turbulentas plagadas de meandros y cascadas peligrosas que, por momentos, parecen hacerla naufragar para luego reconducirse y llegar a buen puerto con un final enigmático, desconcertante y muy turbio que causa una falsa impresión de perfección circular en el espectador. En lo estilístico se asienta sobre una base voluntariamente feísta heredera del cinéma vérité que tanto ha marcado la puesta en escena del director de French Connection. Contra el imperio de la droga (The French Connection, 1971) y El exorcista (The Exorcist, 1973), aunque en las secuencias de asesinato se convierte en una película de terror puro y entonces es inevitable percibir fugaces destellos manieristas del giallo que nos hacen esbozar una gran sonrisa. No hay duda de que estamos ante uno de esos extraños híbridos cinematográficos que solo podían darse en el contexto del Nuevo Hollywood, que lamentablemente estaba viviendo sus últimos días.