Edward Berger irrumpió hace apenas tres años en la escena cinéfila, pero rápidamente se ha convertido en un nombre a tener muy en cuenta. Tanto Sin novedad en el frente (2022) como Cónclave (2024) fueron éxitos absolutos que acumularon nominaciones al Óscar y le valieron al cineasta alemán dos premios BAFTA a la mejor película. Y, aunque ambos títulos son muy distintos en forma y fondo, comparten una puesta en escena de gran carga estética y un notable sentido de la intriga y la tensión. Apenas un año después de estrenar su último largometraje, Berger vuelve a unir fuerzas con Netflix, que ya le distribuyó su epopeya sobre la Primera Guerra Mundial.
Maldita suerte (terrible traducción del título original, Ballad of a Small Player) sigue a Lord Doyle (Colin Farrell) un tahúr que vive en Macao arriesgando en los casinos hasta el último dólar que no tiene. El film gira alrededor de este personaje al límite, asfixiado por las deudas, perseguido por la justicia y acosado por un malestar físico constante. Parece el punto de partida ideal para que Berger vuelva a hacer lo que mejor se le da: una película claustrofóbica y angustiante con los valores estéticos que definen al cineasta. Es evidente que el alemán quiere hacer uso de sus herramientas habituales, pero en Maldita suerte no consigue encajar todas las ideas que propone.
La propuesta narrativa recuerda demasiado a Diamantes en bruto (2019) y demuestra hasta qué punto fue un milagro lo que lograron los hermanos Safdie. La película protagonizada por Adam Sandler era un ejercicio de funambulismo tonal, en el que todo podía colapsar en cualquier momento y venirse abajo por exceso de intensidad actoral, narrativa y estética. Eso es precisamente lo que termina ocurriéndole a Berger, que no maneja el tono de Maldita suerte y la película termina precipitando en una pantomima que se ensaña demasiado con el protagonista y deja al espectador incierto sobre si está viendo una comedia negra o una tragedia ácida.
Colin Farrell es el centro absoluto de la película y vuelve a un registro histriónico donde lo hemos podido ver en algunos de sus roles más recientes, como en El pingüino. Por momentos consigue ser magnético (sin llegar a las cotas de Adam Sandler en Diamantes en bruto) encarnando a un gañan bocazas que vive en un salto al vacío constante; sin embargo, el exceso de intensidad le juega a la contra en los momentos más introspectivos, lo que contribuye a desestabilizar aún más el tono de la película.
El principal problema está en el ensañamiento del guion, que oscila entre la burla y la tortura hacia un protagonista con claros problemas de adicción. La película trata la ludopatía del personaje según convenga en cada escena y el espectador pierde la noción de si debe sufrir o disfrutar con un personaje en permanente quiebro moral y físico. Cuando la película parece sentirse cómoda en un tono de comedia negra es cuando decide, en la segunda mitad, dar un volantazo hacia la tragedia moral y el drama romántico.
Los elementos estéticos le funcionan de nuevo a Berger, que capta la noche en Macao a base de luces de neón que recuerdan, en sus momentos más inspirados, al cine de Nicolas Winding Refn. Los primeros veinte minutos del film, muy en la línea del cine de Scorsese, presentan con voz en off el mundo nocturno de Macao, sus casinos y los maleantes y malvividores que buscan sobrevivir en el submundo de los juegos de azar. Esta introducción, profundamente estilizada y demasiado expositiva, deja la sensación de que hubiera funcionado como piloto de una miniserie. Viendo el apresurado desarrollo narrativo, es probable que el largo formato hubiera generado la empatía que termina echándose de menos por el frenetismo de la trama.
Maldita suerte es un intento por afianzar a un cineasta de moda en la marca Netflix y la película, por supuesto, deja claro que su director tiene visión, talento y pulso narrativo. Sin embargo, se excede tanto en lo narrativo como en lo visual, y las interpretaciones de Colin Farrell y Tilda Swinton (en un rol muy secundario) empujan todavía más a la cinta hacia el histrionismo. Puede que Berger domine más los ritmos más sosegados del Vaticano, o simplemente necesite un guion que le permita lucirse más; en cualquier caso, esta película no parece que vaya a tener mucho más impacto que el de engrosar el ya abultado catálogo de cine de Netflix.







