Pequeñas grandes delicatessen
Varias pequeñas producciones concentraron la calidad del festival en metrajes breves y de discreto formato, aportando algunas de las mejores obras.
Something in the Dirt (Justin Benson, Aaron Moorehead)
La cinta de Justin Benson y Aaron Moorhead, justa ganadora del premio de la Crítica, podría ir de la mano de Lola, en su producción modesta, el uso del tono documental y su inspiración en tantas obras de ciencia ficción.
La trama es tan limitada como numerosas sus ramificaciones. Dos vecinos de unos ajados apartamentos de L.A. hallan en el domicilio de uno de ellos una roca que levita espontáneamente y que puede producir ciertos efectos sobre los objetos y las personas próximas. Con intención de recoger material audiovisual que organizar y vender a Netflix (¡!), se proveen de cámaras y otros artilugios para documentar la experiencia. Desde este punto de partida, ambos buscarán conexiones o explicaciones posibles para el fenómeno y, a partir de allí, Something in the Dirt, desarrolla conexiones con otras cintas. Por una parte, imposible no reconocer, ya a partir de la intención de Levi y John (encarnados por los propios Benson y Moorhead), una similitud con las intenciones de O.J. y Emerald, los protagonistas de Nop! de Jordan Peele, en su afán de sacar provecho de un hecho extraordinario en lugar de huir del mismo. El espectáculo comercial por encima de la racionalidad. Sin embargo, Something in the Dirt se desarrolla también en otra dirección, la de la paranoia urbana de L.A. a la que me referí en un texto sobre Under the Silver Lake, la búsqueda obsesiva de razones ocultas, de claves o signos, ocultos en los edificios y dinámicas de la ciudad. Si en aquella cinta el fumado protagonista elabora un misterio que no existe para descifrar arbitrariamente claves que sólo él puede identificar, en este caso los dos investigadores de tres al cuarto echan mano de todas las teorías conspiratorias de internet para elucubrar sobre el fenómeno. La locura y lo inexplicable nos acercan a El gran Lebowski y a Mulholland Drive.
Más allá de la roca flotante, Benson y Moorhead enriquecen la trama con dos estrategias paralelas. Por una parte, la ambigüedad con la que describen a sus personajes, siempre con claroscuros y parte oculta en sus biografías de modo que en todo momento el espectador sospecha de sus intenciones tanto como cada uno sospecha del otro. Por otro lado, aproximadamente a mitad de metraje, introducen una serie de entrevistas en las que diversos personajes discuten sobre el proyecto y avanzan, elaborando cierto spoiler, que Levi y John consiguen rodar y editar metraje pero que sus desavenencias y, concretamente, el abrupto final, bloquean la presentación de la película deseada. De tal modo, Something in the Dirt de Benson y Moorhead se transmuta en el Something in the Dirt de Levi Danube y John Daniels, superando las incongruencias e incertidumbres racionales, para construir un fascinante obra fantástica. Un final abierto, tan incierto como la investigación desarrollada por los personajes, aporta un plus de interés a la cinta al evitar la renuncia a lo fantástico a la par que mantiene el conflicto dramático entre los personajes. Something in the Dirt es un gran avance en la filmografía de sus autores y también una de las mejores obras fantásticas de esta edición del Festival.
Lola (Andrew Legge)
Las dos hermanas protagonistas de Lola tienen la opción, mediante la máquina que da el nombre a la película, de ver el futuro y, consecuentemente, emprender acciones para modificarlo. Dominando el aparato a finales de los 30, Martha y Thomasina descubren a Bowie (deliciosa escena cuando se conectan a los sesenta al ritmo, cómo no, de Space Oddity) y el rock. Sin embargo, llegada la guerra y los Blitz nazis sobre Londres, optan por identificarlos antes de que se materialicen para prevenir a la población. A partir de este punto, y tras una serie de peripecias, se puede modificar el destino de la guerra. Pero, ya se sabe, cuando se cambia un hilo de destino, se puede alterar el tejido del futuro completamente.
Andrew Legge elabora una brillante cinta de ficción con métodos documentales. Siguiendo la línea de trabajo desarrollada en cortometrajes previos opta por mezclar el rodaje en blanco y negro con material de archivo. Así la fiesta en la que Martha baila triunfalmente el You Really Got Me (popularizado por los Kinks) se sucede a una serie de tomas que combinan digitalmente material de archivo con rodaje contemporáneo y a las jóvenes protagonistas con Winston Churchill o Adolf Hitler. De este modo Legge desarrolla una fábula que, tal y como el comenta, está mucho más próxima a Zelig que a Marty McFly.
La evolución de la historia deja atrás la bonhomía para adquirir tintes muy dramáticos, recordándonos a todos los efectos de alterar la Historia, hasta un giro final, dejándonos ciertamente con ansias de muchas más imágenes captadas por Lola. Aun así, y pese a todas las advertencias, ¿no querríamos cambiar el futuro de poder hacerlo?
Flux Gourmet (Peter Strickland)
Strickland se acerca a Lanthimos. O, tal vez, lo parece la presencia de un actor griego y otra presente en Alps y Langosta. En cualquier caso, la obra del autor de In Fabric se aproxima más a la ironía que puntuaba esta obra que a las anteriores (Berberian Sound Studio, The Duke of Burgundy) y a la que impregna buena parte de la obra del director heleno. No hay, sin embargo, la severidad que Lanthimos suele conferir a sus propuestas sino una ligereza basada en un sentido del humor sarcástico, entre escatológico y absurdo.
La residencia en la mansión de una mentora (la temible Jan Stevens) de un grupo performer ya daría de sí. Pero si añadimos que tal grupo está especializado en “sonido gastronómico” y que sus ensayos son seguidos por un documentalista afecto de trastornos digestivos la combinación resulta más estrepitosa. Para rematar la jugada, la líder del grupo está enfrentada con sus dos colaboradores, a los que ningunea y tiraniza, mientras otro invitado, el doctor Glock, tortura al documentalista hasta el punto de integrar su estudio endoscópico en la performance artística.
Más allá de una burla de las performances o los concursos culinarios, Flux Gourmet resulta ser otra introspección en un espacio cerrado dónde un pequeño grupo se despelleja por sus miserias. Lejos de buscar la comedia hilarante, Strickland trabaja la farsa social en humor tan fino como vitriólico, a la par que desarrolla una atmósfera enrarecida en espacios cerrados, con tonos de color apagados y un exquisito trabajo de la banda sonora, específicamente de todo tipo de sonidos.
After Yang (Kogonada)
Hace unos años Columbus (2017), ese breve encuentro de un hombre ocupando el tiempo entre obras arquitectónicas y una fugaz amistad mientras su padre agoniza, se me antojó una apreciable pieza de orfebrería. After Yang, menospreciada por aquellos que valoran especialmente el cinismo o el frenesí, flota por las redes hace meses y se pudo ver en un pase especial fuera de concurso, cuando es una obra merecedora de atención y estreno comercial.
La película arranca prácticamente con un baile frenético, coreografiado, frente a la pantalla televisiva, de toda la familia que participa en un concurso online a escala mundial. El arranque arrebatador no tarda en suavizarse en el momento en que Yang, el androide que cuida de la hija adoptiva de la pareja, se estropea y desconecta. Con el pretexto de que la máquina podía facilitar toda la información sobre China, país de origen de la hija adoptada, Jake (Colin Farrell) y Lilian trasladaron al androide buena parte de sus responsabilidades. Ahora, en el momento en que las responsabilidades vuelven a recaer sobre padre y madre, Jake se embarca en una maratón tratando de encontrar un taller dónde se pueda reparar el androide, presionado por la tristeza de su hija.
After Yang se ambienta en un futuro no muy lejano pero absolutamente indeterminado, consiguiendo que la historia del androide no sea sino un mcguffin para enfrentar al protagonista y, con él, a los espectadores, al auténtico conflicto, la relación paterno-filial. De modo progresivo, Jake irá de taller en taller, con la situación progresivamente embrollada al haber adquirido un androide de segunda mano y de modo algo irregular, dando pie a una sucesión de situaciones irónicas. Progresivamente, también, irá apercibiéndose de que el problema no está tanto en el androide como en sí mismo. De modo muy hábil, Kogonada introduce nuevas variantes en el tercio final de la obra cuándo se descubre que Yang había acumulado recuerdos de otras “vidas” u otros trabajos previos. Mientras su relación con la hija de Jake es una experiencia posiblemente menos interesante para él que las previas, la intensidad de lo vivido por el androide parece superar a las emociones de los humanos. Kogonada equipara sutilmente las relaciones de unos y otros par hacer reflexionar a Farrell acerca de sentimientos y también de identidades.
Enys Men (Mark Jenkin)
El director de Bait no se aleja de la costa pero deja de lado la verosimilitud casi documental de su obra anterior para sumergirnos en un relato de fantasmas. En un islote una voluntaria controla diariamente la evolución de siete flores peculiares, colgadas de un acantilado. Su rutina y su aislamiento se verán interrumpidos progresivamente por la aparición de diversos fenómenos: el desplazamiento de una piedra memorial, la aparición de partes de un barco hundido años atrás o de un impermeable de marino o, finalmente, de diversos personajes que antaño habitaran la isla, dado que en ella hubiera una explotación minera. De modo progresivo todas las apariciones acabaran por distorsionar la rutina de la protagonista hasta el punto de confundir día y noche, presente y pasado. La aparición de diversos personajes, una joven que padece una herida equivalente a la cicatriz que ella misma tiene en abdomen, la llegada de un posible rescatador que en realidad es uno de los fallecidos en el naufragio referido o los bailes de siete jóvenes sacuden a la mujer del ámbito de lo real para integrarla, directamente, en el fantástico. Jenkins evita que podamos conocer la realidad y Enys Men gana con ello gran atractivo. El uso de película en 16mm y el trabajo en el color sitúan la isla y la acción en un contexto de por si fantasmagórico y traen la cinta al ámbito de A Ghost Story en la superposición de tiempos y la relativización de vida y muerte en su mezcla de ambas situaciones. Una de las mejores obras de esta edición, Enys Men fue también una de las que más repulsas recibió por parte de los puristas del fantástico.
Leonor Will Never Die (Martika Ramirez Escobar)
Lejos de la dureza de Lav Diaz o Brillante Mendoza, la película de Ramírez es una deliciosa comedia que, de modo sutil, se expande más allá de su narración. Leonor es una anciana directora de cintas de acción en tiempos difíciles. Separada, madre de un hijo fallecido en un rodaje, ignora las obligaciones con la administración para desespero del hijo con el que aun convive, mientras añora el rodaje de un nuevo actioner asiático. Un accidente (un tanto simbólico, dado que es un televisor que impacta sobre su cabeza) la dejará en un estado de sueño vigil en el que ella se introduce en el interior de la cinta que quería rodar.
Martika Ramírez no renuncia en momento alguno a evidenciar la dura realidad de la población filipina. Uno de los personajes ha sido asesinado con la excusa de estar vinculado al tráfico de drogas, como Duterte y sus sicarios hicieron durante años, otro es un niño obligado a trabajar y de quien se sugiere sufre maltratos, la pobreza marca el destino de unos y otros que aquí y allí comentan frustraciones sueños no cumplidos y los espacios que recorren todos son ellos son reales, marcados por situación de precariedad, suciedad y ambiente de desamparo. No obstante, Ramírez los integra en la obra, del mismo modo que no se plantea rescatar a Leonor de su sueño sino que, al contrario, lo celebra integrando en el mismo a los otros personajes de modo harto original (el hijo de la protagonista, al ver en el televisor a su madre acechada por una banda violenta, se sumerge, literalmente, en la pantalla). Finalmente, rizando el rizo, se permite aparecer a sí misma en pantalla comentando la acción y los montajes alternativos para optar para una decisión final que, lejos de arbitraria, es totalmente coherente con el ánimo de los personajes, su contexto y las ganas de buen cine.
Piaffe (Ann Oren)
Una visión apresurada, una mirada sobre la pantalla del televisor, podrían descartar esta propuesta por incompleta o incoherente. En el marco del festival, en pantalla grande, con los sentidos bien a punto, se puede disfrutar de una propuesta como Piaffe que exhibe tantas propuestas temáticas y, sobretodo estéticas.
El arranque ya es plenamente sugerente, con una máquina cuyas ruedas permiten la evolución de una suerte de dioramas que contienen ejemplares de plantas carnívoras o helechos. La combinación de planos de las palancas y platos, la madera lustrosa sobre la que evoluciona la mecánica del aparato y las imágenes de vegetales captan plenamente la atención del espectador. A partir de ahí, la cinta se bifurca con la historia de Eva, ahora responsable (por internamiento de su hermana transexual en un centro psiquiátrico) de los efectos sonoros para un anuncio comercial de Equinum, un producto para mantener el equilibrio mental, y en cuyas imágenes evoluciona un caballo.
Presionada para conseguir los mejores efectos sonoros, Eva desarrollará una cola de caballo que será utilizada como elemento de seducción y placer. Ann Oren, artista visual, evita un desarrollo argumental y opta por plasmar en imágenes deseo, seducción y placer. Un uso excelente de los efectos sonoros, se combina con el aprovechamiento de una actriz que evoluciona su personaje de tímida jovencita a empoderada amazona, capaz de atraer al maduro científico, disfrutar gracias a su nuevo miembro y elevarse autónomamente dejándole a un lado. La combinación con virados o las tomas entre burlonas y desafiantes de equinos, construcciones en forma de herradura y un baile de seducción al ritmo de piafas hacen de esta obra una rareza absolutamente atractiva.
Jerk (Gisèle Vienne)
Debo confesar que mi cerebro desconectó en el tramo final de la película. Tal vez por agotamiento a los ocho días de festival pero, más posiblemente, por la intensidad del horror que estaba viendo en pantalla. Sin embargo, frente a mis ojos, no tenía más que a un narrador sentado en una silla con un par o tres marionetas en su regazo.
Jerk se escribió en torno a las memorias de un asesino múltiple, un individuo que torturó, violó y asesinó a más de veinte jóvenes, muchos adolescentes, con la ayuda de otros efebos. A partir de sus declaraciones se elaboró una pieza teatral a ser interpretada por un actor que encarnaba al asesino describiendo sus andanzas con el uso de algunos muñecos y representando con ellos las atrocidades cometidas. La obra, trasladada a la pantalla como pieza de cámara, no pierde un ápice de su capacidad de aterrorizar al espectador. Los movimientos espásticos de un muñeco sobre otro mientras el asesino cuenta cómo procedió a confundir a su víctima para desmembrarla a continuación (o violarla o ambas cosas simultáneamente) resultan tan repugnantes y turbadores como si se vieran realmente, apelando en primera instancia a la imaginación del espectador para recrear las escenas y, más adelante, al bloqueo sensorial para dejar de oir, ver o sentir tamaña abominación.
Jerk siembra de nuevo la duda respecto a qué buscamos cuando vemos una película de terror. La excitación que sentimos como espectadores en proporción a las imágenes explícitas nos puede compensar de la misma manera en que subimos a una atracción de feria. Sin embargo, en el momento en que tales situaciones se nos plantean como situaciones reales, o plausibles, sin un envoltorio argumental o aportando datos del suceso, la tensión no aporta estímulo positivo y la narración resulta directamente angustiosa. Y, aun así, las contemplamos.
Vinculada a esta situación no querría dejar de lado una controversia que no se antoja nada anecdótica. En la pasada edición se pudo ver la cinta australiana Coming Home in the Dark (James Ashcroft, 2021) de la que comenté me molestaba sobremanera un ejercicio vacuo de violencia, a semejanza de Funny Games de Michael Haneke, pero sin coartada cultural alguna. En aquella ocasión parte del público protestó porque un giro final de guion hacia justicia, aniquilando al asesino. En la edición reciente Speak no Evil (Christian Tafdrup, 2022) nos muestra como una familia “débil” es destruida impunemente por una pareja que usurpará su rol de progenitores una vez acabe con ellos. La falta de explicación lógica para tal actitud desencadenó una ola de protestas y ciertos enfrentamientos entre parte de la crítica y sus seguidores, valorando cuál es la moral de la historia o si debe de haber alguna… Tal vez sea cuestión de edad, de acúmulo de cintas, o de vivencias personales. Personalmente, tengo la sensación de que todo debe poder llevarse a la pantalla pero que algunas historias resultan gratuitamente dolorosas.