Cuatro noches de un soñador (Quatre nuits d’un rêveur, Robert Bresson, 1971)

Cuatro noches de un soñadorTras Una mujer dulce, Robert Bresson decide adaptar nuevamente a Fiodor Dostoievski, siendo en esta ocasión la escogida Noches blancas. En cierta ocasión el director francés comentó que le interesaba el autor ruso por cómo trabajaba con los sentimientos, pero que no se atrevería a mancillar sus grandes obras. Así, son dos relatos largos, o dos novelas cortas, que él no consideraba tan intocables, las selecciones que realizó para adaptar en celuloide. En Cuatro noches de un soñador nuevamente traslada la trama a un siglo posterior, y del mismo modo que en Una mujer dulce, inmediatamente anterior, salva de alguna forma la distancia, si bien hay comportamientos y situaciones que hay que tomar con pinzas, no digamos ya para ciertos espectadores más jóvenes criados en el siglo XXI. Duda existencial: ¿Pondrán las películas de Bresson alguna vez en Netflix o Disney+?

El director francés se las apaña para introducir algunos cambios en los personajes, si bien mantiene, nuevamente, lo esencial de la trama, el encuentro casual de los protagonistas en la primera noche, y a partir de ahí, en las sucesivas, la profundización de su relación de amistad desigual. Desigual porque él es un pagafantas de manual y ella, que le habla de su enamorado al que espera noche tras noche y no viene, no se entera o no se quiere enterar. La última noche, él, Jacques (Guillaume des Forêts), acaba confesándole su amor (nada mal para ser la primera mujer con la que habla) y ella, Marthe (Isabelle Weingarten) aceptándolo, por supuesto hasta que de repente aparece el donjuan desaparecido y se marcha con este del tirón y le suelta un buen morreo ante la atónita mirada de Jacques. Todo esto, que está ya en la novela, no deja de resultar forzado al trasladarse a los años 70, pero hay imágenes que resultan poderosas y evocadoras, y de algún modo tan creíbles como en la historia de Dostoievski, puro sentimiento. Ahí están el anhelo romántico, el amor, o algo parecido, y el desamor, la compasión y la humillación.

Cuatro noches de un soñador

Y aun así, no es difícil de entender que Bresson quiso hacer aquí una comedia y, ¿por qué no?, echarse unas risas a costa de la nouvelle vague. ¿Qué pretendía si no con esos tres primeros minutos en los que el protagonista (que por cierto se da un aire a Jean-Pierre Léaud pero como alelado) hace autostop con cara y gestos de pasmarote, después se pone a dar, literalmente, volteretas en el campo como si estuviese en el videoclip de algún grupo yeyé, para continuar tarareando mientras sigue su paseo para el desconcierto de transeúntes y espectadores? Todo apunta a eso, a una parodia de lo que hacían por aquella época Truffaut, Godard y sus coetáneos entre los que nunca encajó. No tiene otra razón de ser, sobre todo a la luz del relato en que se basa, que Jacques aquí sea un artista (pintor concretamente) que se graba en un magnetofón contando historias de amor protagonizadas por él, puro invent, claro está, ni esa escena en que lo visita un colega de profesión y le pega una chapa monumental sobre el arte, que por supuesto no viene a cuento de nada y encaja en la historia como la sobrasada en un bocadillo de nocilla, o esa «historia de Jacques» donde se autodefine como un enamoradizo pero en realidad lo que es es un cobarde, o al menos tímido, voyeur. No hay espiritualidad, no hay redención, no hay religión, solo un romanticismo naif tensionado por las perspectivas diametralmente opuestas de dos personajes que coinciden por azar en el borde de un río y se salvan mutuamente, al menos durante unas noches.

Cuatro noches de un soñador

En esta su segunda película en color, planos como el de la manita en las rodillas bajo la mesa o el detalle del libro y los zapatos previo a la tentativa de suicidio son solo vestigios del cine de Bresson como se le conocía hasta la fecha, dejando aquí paso a actuaciones musicales flower power en medio de la calle o en el bateau mouche, una sala de cine con una película de gángsters mal interpretada y peor escenificada, y aunque el estilo aséptico de sus intérpretes sigue manteniéndose como una constante, existe una diferencia bastante marcada entre este film y la obra previa de su autor, diríamos que un respiro cómico (un humor muy peculiar, todo sea dicho), y es que, en contra de lo que podría pensar cualquiera que vea seguidas Al azar, Baltazar y Mouchette, por ejemplo, Bresson no siempre fue un alma torturada, taciturna y sombría, y respecto a lo que comentaba a propósito de su anterior película, sí que hay, después de todo, excepciones en su cine, aunque no hagan sino confirmar la regla.

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