Los complejos de belleza siempre han estado presentes, tanto a nivel social como a modo de temática recurrente en el arte y la cultura. Por poner un par de ejemplos por todos conocidos, y más aún en sus más populares versiones cinematográficas, la Reina Malvada de Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs, David Hand, 1937) quería ser la más hermosa del mundo y Quasimodo, en El jorobado de Notre Dame (The Hunchback of Notre Dame, William Dieterle, 1939), se escondía de la mirada de los demás avergonzado de su aspecto. Ahora, en la era de las pantallas como escaparates en los que exponerse al resto del mundo, estas preocupaciones persisten y vuelven a ganar especial peso en la sociedad actual, y por lo tanto en la cultura, fomentando un sistema que se retroalimenta y tanto una parte como la otra se influencian entre sí. Las redes sociales han popularizado el culto a la belleza llevándolo a nuevos extremos y tanto dispositivos móviles como ordenadores están invadidos por cuerpos idealizados que despiertan la fascinación, el deseo y, también, la envidia, las comparaciones y las consecuentes e inevitables inseguridades.
El motivo de este texto son dos películas contemporáneas que reflejan de nuevo estas temáticas y que, pese a ser completamente distintas, guardan paralelismos que podrían considerarse intrínsecos a los tiempos actuales, ofreciendo cada una su idea y perspectiva propia. Una es A Different Man de Aaron Schimberg, que se estrenó el pasado 31 de enero, una propuesta sobre los complejos por el aspecto físico cuyo retorcido argumento reflexiona sobre la inseguridad y la imagen de uno mismo que se proyecta sobre los demás. La otra es La sustancia (The Substance), el fenómeno de 2024 de Coralie Fargeat, una cinta salvaje que recupera y reinventa el cortometraje de la misma directora Reality+ (2014). En el largometraje, la obsesión por la belleza conduce a su protagonista a un vertiginoso viaje de autodestrucción absoluta. Ambas películas centran su argumento en un experimento que promete mejorar el aspecto físico de sus protagonistas y poner solución a sus penurias, pero nada es tan fácil en esta vida y la felicidad que prometían los experimentos se ve desdibujada ante conflictos identitarios y el descubrimiento de que los problemas con el cuerpo están fuertemente ligados a las inquietudes de la mente.
El experimento
Los protagonistas de las películas en cuestión se sienten atormentados por su aspecto físico. Elisabeth Sparkle (Demi Moore), protagonista de La sustancia, es una famosa actriz venida a menos (como maravillosamente se cuenta en base a su estrella en el paseo de la fama) que se siente insegura por su edad. Con más de 50 años, Elisabeth actúa como principal presentadora para un programa de fitness ochentero, trabajo en el que no hacen más que recordarle que su momento de gloria ya pasó y, por si fuera poco, el caricaturesco Harvey (Dennis Quaid) la despide dejando claro que la quiere sustituir por una actriz más joven. Carcomida por la inseguridad y la presión que ejercen sobre ella, Elisabeth se inyecta “la sustancia”, un misterioso elemento que metaforiza los cosméticos y que promete crear (literalmente en este caso) una mejor versión de sí misma. El resultado es un segundo cuerpo, el de una mujer joven y atractiva, que le permite crear una segunda identidad. Este alter ego, Sue (Margaret Qualley), se gana la admiración inmediata de los mismos que querían deshacerse de Elisabeth y no tarda en convertirse en todo un icono de la televisión. La pega, solo uno de los cuerpos puede estar despierto mientras el otro se queda en un estado vegetativo y, según las instrucciones, deben intercambiarse cada 7 días.
Por su parte, el protagonista de A Different Man es Edward (Sebastian Stan), un hombre que sufre de neurofibromatosis, lo que le causa una deformación en la cara que le genera inseguridad y complejos. Para poner fin a sus problemas, se somete a un tratamiento que le cambia radicalmente la cara, borrando cualquier rastro de la deformación. Libre de aquella condición física que tanto limitaba su día a día, decide comenzar una nueva vida sin volver la mirada atrás, una vida sin los complejos ni inseguridades que lo atormentaban y que le impedían tener una vivir con normalidad. Edward es un actor sin aspiraciones que trabaja en anuncios corporativos de concienciación, todo lo contrario a la exitosa carrera de Elisabeth, pero tras su transformación y fingir su muerte, adoptando así una nueva identidad como Guy Moratz, convierte su propia vida en un papel, en una interpretación sin fin ante los demás.
La autodestrucción
Con sus nuevas identidades, consiguen una vida en base a la apariencia que deseaban, lo que no implica necesariamente la vida que deseaban. Tanto Elisabeth como Edward consiguen, al ver a Sue y a Guy en el espejo, un reflejo que apacigüe las ansiedades que surgían de sus complejos físicos. Pero sus nuevos cuerpos no pueden eliminar a la persona que hay dentro y la dualidad identitaria desdibuja los aparentes logros. Cuando ellos mismos rechazan su imagen, su nueva vida es un recordatorio constante que les lleva a la autodestrucción y deformación, ya sea física o moral, hasta acabar convertidos en seres irreconocibles incapaces de encajar en su entorno.
Elisabeth, irónicamente, repite una y otra vez en su programa de televisión “cuida de ti misma (take care of yourself)”, pero la facilidad de utilizar un cuerpo que considera mejor parece quitarle el sentido al cuidado propio. En lugar de eso, construye una dependencia total en Sue, quien, a su vez, querrá permanecer más tiempo despierta. Como consecuencia, el prolongar la estancia como Sue consume el cuerpo de Elisabeth provocando su deterioro a una velocidad avanzada. Esta mutación no hace más que acrecentar su dependencia del cuerpo impecable de su alter ego y Elisabeth se encierra en su casa, adoptando toda clase de malos hábitos que intensifican la espiral de autodestrucción física en la que está sumergida. ¿Para qué cuidar de sí misma, si es Sue quien se lleva todo el mérito y es adorada por todo el mundo? La idea, en cierto modo, es reminiscente de aquellas historias en la que los personajes se debatían entre dos personalidades, como El profesor chiflado (The Nutty Professor, Jerry Lewis, 1963) o la novela que esta parodia, El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Robert Louis Stevenson, 1886). Sin embargo, Fargeat reinterpreta la dualidad del personaje protagonista: mientras que normalmente consistía en una lucha que buscaba el equilibrio entre el deseo y la moralidad, en La sustancia Sue no es ningún monstruo o una sociópata, pero el deseo de Elisabeth por ser su alter ego la consume y llena de dudas y complejos sobre sí misma. En la vertiginosa vorágine de acontecimientos del tramo final de la película, Sue elimina literalmente a Elisabeth, pero ella no puede perdurar sin el cuerpo original, por lo que vuelve a utilizar “la sustancia”. El resultado, un monstruo grotesco digno de las espeluznantes formas que adquiría la criatura de otro mundo en La Cosa (The Thing, John Carpenter, 1982). Un cuerpo, por llamarlo de alguna manera, que, en la resignación más absoluta, decide mostrarse al resto del mundo tal y como es, planchándose el único mechón de pelo que tiene, clavándose unos pendientes donde buenamente pueda y llevando un vestido de lo más mono, decidida a presentar el programa de año nuevo que tanto significa para ella.
Edward, o quizás deberíamos decir Guy, aparentemente abandona por completo su antigua vida, aunque no sin algún que otro momento incómodo (un compañero de trabajo le dice “¿Qué clase de nombre es Guy Moratz? Parece inventado”). No obstante, su pasado aparece por sorpresa cuando reencuentra a su antigua vecina Ingrid (Renate Reinsve), la cual está creando una obra de teatro basada en Edward. Ingrid reconstruye en su obra los momentos que vivió con Edward, experiencias compartidas por los dos que expresa desde su punto de vista. A ojos de Ingrid, la narración debe contar la historia de alguien afligido, víctima de un aspecto que no le permite tener una vida normal. Esto remueve el interior de Guy, quien se involucra en la obra como actor protagonista, disfrazándose de Edward y, en una idea retorcida digna de Charlie Kaufman, representándose a sí mismo. Su identidad original, enterrada bajo el apuesto careto de Guy, resurge cuando descubre que está siendo apropiada por los demás y da comienzo al conflicto identitario envuelto de mentiras y actuaciones, buscando constantemente el control de la narrativa e imponiendo su visión de una parte de él que renunció por completo. Por si fuera poco, la situación se complica con la aparición de Oswald (Adam Pearson), quien, con la misma condición que Edward, su estilo de vida se opone diametralmente, resultando plena y sin limitaciones por complejos. Del mismo modo que Sue adquiría de inmediato la adoración de todo el mundo, Oswald se gana la admiración de todo el que le rodea y, especialmente, de Ingrid, provocando considerables cambios en su forma de ver el personaje de su obra. La envidia y cierto egocentrismo reconcomen a Guy, ganándose incesantemente la antipatía de los demás y, ante la apropiación de los demás de su identidad, el recuerdo de su vida acomplejada y el contraste con la de Oswald, quiere desesperadamente volver a ser Edward y rehacer su vida siguiendo la estela del personaje de Pearson, siempre alegre y bondadoso. Su conflicto interno desdibuja las fronteras que separan sus dos identidades y, también, la de Oswald, por el cual, en su relación de amor odio, acaba arruinando su propia vida. Excluido de la obra de teatro, lisiado en un accidente tras atacar a Oswald y, irónicamente, encarcelado por apuñalar a alguien por burlarse de Oswald, Edward/Guy acaba siendo alguien irreconocible sin demasiadas aspiraciones, cuya identidad queda relegada a una obra de teatro de la cual su propia creadora reniega.
La inseguridad y el rechazo
Lo interesante es por qué deciden apostar por estos experimentos, qué les lleva a comenzar ese viaje. Parte de cómo nos vemos es cómo nos ven los demás. En ambas películas, los protagonistas se obsesionan con la imagen de sí mismos que proyectan hacia el resto de personas. Cuando se miran al espejo, solo ven aquellos defectos que consideran impuestos sobre su condición física y que, según su criterio, debe ser con certeza lo que los demás ven. Sin embargo, pese a la objetividad de la imagen que devuelve el espejo, la recepción de esta se ve condicionada por la subjetividad del sujeto. Para Elisabeth y Edward, su inseguridad empaña enormemente la superficie reflectante impidiendo la reconciliación con la persona al otro lado.
Antes de la transformación, Edward se esconde, apenas habla con nadie y se dedica a observar a los demás. Vive con la certeza de no poder aspirar a más, pero lo cierto es que sus complejos le hacen rendirse antes si quiera de intentarlo y se pone siempre en lo peor. En una escena antes de la transformación, Edward intenta aprender a silbar, pero su condición física se lo impide. Oswald, por su parte, que es una caja de sorpresas y parece saber hacer de todo, asegura, sin darle importancia, que no puede silbar. ¿Porqué, de todas las actividades que podría escoger, Edward se encierra en la soledad de su apartamento y se pone a ver tutoriales de silbidos? Esta decisión no hace más que retroalimentar su inseguridad y garantiza que la cárcel psicológica en la que se encuentra permanezca bien cerrada. Edward ya busca de antemano el rechazo de los demás. En el metro, busca la mirada del resto de pasajeros, convencido de que atrae la mofa. Si se le acerca alguien, da por hecho que es con malas intenciones y rehúye de la conversación. A Edward no le faltan malas experiencias, de eso no cabe duda, pero al asentarlas como la norma y anticiparlas constantemente, él mismo proyecta una imagen de rechazo, la misma que ve en el espejo. Cuando le proponen el experimento, le dicen que el riesgo es elevado, ¿pero cuánto puede ganar? A sus ojos, es la única solución.
Elisabeth está condicionada por su carrera y las altas exigencias de ese mundillo que busca una perfección imposible. En la escena del casting, critican a una candidata por “su horrible nariz”. Su carrera profesional depende enteramente de su físico y vive rodeada de fotos que idealizan su cuerpo. Pero el tiempo es inevitable y la inmortalidad congelada de esas imágenes no perdura en la persona al otro lado del espejo. Al comenzar la película, un excompañero de instituto le dice que sigue siendo la más guapa del mundo, pero para cuando ella recuerda este cumplido, su dependencia en Sue ya es insalvable. Elisabeth se maquilla una y otra vez, cambiando su aspecto y ocultándose capa tras capa. Cuando está a punto de salir de casa, se fija en el deformado reflejo que ofrece la superficie del pomo de la puerta, imagen que no creo que favorezca a nadie, pero para Elisabeth ya es suficiente para echarse atrás. El rechazo de su propio cuerpo incrementa en proporción a la mutación que experimenta, lo que a su vez le hace sentirse obligada a seguir usando el cuerpo de Sue cada vez más y más, negligiendo su propia salud. El pez que se muerde la cola. Le repiten una y otra vez que son la misma persona, pero no es así como lo viven. La relación de cada una con su entorno es tan distinta como lo era la de Edward y Oswald con el resto del mundo. En su falta de autoestima y encerrada en su piso con un ventanal con vistas a una enorme pancarta publicitaria con Sue siempre presente, Elisabeth imposibilita la posibilidad de recibir estímulos positivos y se obsesiona con su alter ego y sus logros mientras ella desaparece en el olvido.
La imagen proyectada vale más que mil palabras
Ambos protagonistas comparten oficio: son actores, una con más éxito que el otro, pero sus carreras se basan en interpretar. De forma casi natural, a la que adquieren un nuevo físico, sus habilidades actorales se convierten en su forma de vida. Ya sea como Sue o como Guy Moratz, el cuerpo se impone como identidad y actúan para que así sea de cara a los demás. “Ya es bastante para todos con ser uno mismo”, le decía Stella (Stella Stevens) al profesor Kelp (Jerry Lewis) en la mencionada El profesor chiflado. Cuando Elisabeth y Edward se encuentran cara a cara ante el reflejo de la imagen que desean, no consiguen verse a sí mismos. La aceptación del otro cuerpo supone aceptar el rechazo mostrado por su entorno y, por ende, ceder al desprecio propio. El resentimiento resultante les aleja de la vida idealizada a la que aspiraban. Los complejos por el aspecto son inevitables pero, de nuevo citando al profesor chiflado en su torpeza balbuceante: “Te tienes que gustar a ti mismo. Piensa en todo el tiempo que vas a tener que pasar contigo. Y si no te quieres, ¿cómo te van a querer los demás?”.