¡Silencio!, Los rockeros están tocando
En el cine de Aki Kaurismäki la música no solamente se escucha sino que también se siente. Y se siente como lo hacen sus personajes, con ellos. En sus películas escuchamos mucha música, y lo hacemos porque la escuchan sus protagonistas, y la escuchan porque les apetece, porque se quieren meter a un bar y gastarse unos céntimos o lo que sea que se gasten en poner su tema favorito en la jukebox mientras se toman una cerveza, o cuatro, o porque enchufan la radio para animarse un poco o terminar de deprimirse en función de lo que lancen al aire en ese momento las ondas herzianas, o porque ponen uno de sus viejos vinilos en el tocadiscos con contrarias o idénticas intenciones, o simplemente para aislarse de todo lo que les rodea, que en esas ocasiones no suele ser agradable, sino más bien deprimente o al menos melancólico, y a veces la escuchan porque está ahí, porque la tocan esos grupos que siempre actúan en directo en los bares que visitan en la fría Helsinki. Les escuchan sin querer, porque se encuentran allí, pero les escuchan, y nosotros les escuchamos también, y casi sin querer, pero queriendo, sentimos lo mismo que ellos sienten. Kaurismäki también emplea a menudo la música no diegética, o enlatada, como a mí me gusta llamarla. En algunas de esas ocasiones suele tratarse de rock, y los protagonistas marchan en coche, hacia el fin de la noche, o a lugares más tranquilos, aunque también hay tangos, ópera, composiciones clásicas o música tradicional y los personajes están en medio de una habitación mirándose en silencio, o cocinando, o fumando, o bebiendo, o ambas cosas a un tiempo, o mirando al mar, o tumbados en la cama, solos, despiertos. Como afirma Leena Lepistö en su interesante artículo «You Will not see a Tear — Music in Kaurismäki’s Films», que se hace eco de las palabras del director, Kaurismäki emplea la música de dos formas fundamentales: como contrapunto a las imágenes (lo que provoca cierta ironía en no pocas ocasiones), o para expresar mediante ella (mediante sus letras) lo que los protagonistas (siempre tan callados) no expresan mediante las palabras. A veces, y esto ya lo digo yo, también las canciones aconsejan a los personajes, aunque estos no suelen hacer caso, y así terminan con frecuencia. Es precisamente la música la que logra que sus películas sean mucho más dinámicas de lo que pudiera parecer a priori a tenor de esas imágenes y de esos personajes aparentemente fríos y desangelados pero con ocasionales destellos de ilusión, pasión y energía que demuestran que también tienen sangre en las venas. Pero ya lo he dicho: Esta música, sea enlatada o no, contrastando lo visual, o apoyándolo, los espectadores la sentimos. Y por eso, y por muchas otras cosas, pero por eso también, me gusta el cine de Aki Kaurismäki, por ser un cine sensorial, o lo que para mí viene siendo lo mismo, que toca mi fibra sensible. No por ello estoy diciendo que la música sea la que trae las emociones, ya que sin esas imágenes, sin esos personajes, sin esos diálogos (por concisos que estos sean), apenas sería nada. Así, este artículo no pretende ser más que un, espero que entrañable, álbum fotográfico-anecdótico (una lástima que no sea también melódico, pero para eso están las películas) selecto de aquellos momentos musicales dispersos por sus filmes, todos ellos momentos especiales que merece la pena sentir, con especial querencia por los números en vivo, más o menos marchosos, más o menos disfrutados o sufridos por los protagonistas y los espectadores, pero siempre sonora, visual y, en general, sensorialmente presentes en todas sus películas. Probablemente no estén todos los que son, pero casi, y desde luego, son todos los que están.
1983 – Crimen y Castigo
La música diegética en el cine de Kaurismäki a veces no es solo circunstancial, sino que los personajes la utilizan con una función concreta, y no únicamente para su esparcimiento o evasión. Poner la música a todo volumen tiene sus ventajas. Sobre todo a la hora de matar a alguien si no queremos que se escuche el disparo.
Tras ser salvado por Eeva, que no le inculpa ante el inspector, Rahikainen sacia su sed a base de lúpulo fermentado mientras indaga sobre como hacerse con un carnet falso, por aquello de evadirse del crimen. De fondo, la primera de una larga tradición de actuaciones musicales en vivo en la filmografía de Kaurismäki. No será la última vez que veamos a uno de sus personajes pegados a un vaso en un bar lleno de humo, mientras el grupo en cuestión se luce en el escenario.
1985 – Calamari Union
En esta ocasión son los propios protagonistas los que se suben a las tablas. Primero en grupo. Se permiten una pequeña parada en el camino, en su búsqueda de Eira, la tierra prometida, para predicar alto y claro lo malos chicos que son, el odio incondicional a todo y a todos y el amor libre con jovencitas, aprovechándose de la cobertura que les proporcionan sus eternas gafas de sol.
Tras ser abandonado por una viuda rica, que le planta por uno de sus compañeros en sus propias narices, la única manera que le queda a Frank de acariciar unas curvas sensuales es aferrarse a la guitarra huérfana del escenario. Poco a poco, se van sumando los tipos de la banda para marcarse un concluyente Stand by Me, que nos acerca al final del camino.
1986 – Sombras en el paraíso
El número musical en directo no se hace rogar demasiado en esta película. Nikander se encuentra empapando sus penas frente a un vaso medio vacío, actitud esta que, como decía más arriba, será habitual en los protagonistas kaurismáticos a lo largo de todo el recorrido musical por la filmografía del director, mientras el deprimente trío del escenario no le ayuda demasiado a cambiar su estado de ánimo. De modo que la cosa termina en una escandalera entera en cuanto que se calienta, y Nikander con sus huesos en el jergón de la celda.
Más tarde habrá un par de discretas interpretaciones de pianistas melenudos, que sirven de musica ambiental para sendas cenas de Ilona en restaurantes de distinto calado. En el primero, cenando con Nikander, la cosa no termina muy allá. En la segunda ocasión, con algo más de lujo, y su joven, arrogante y payaso jefe por compañía, no puede decirse que la cosa acabe mejor. Está claro que a pesar de todo echa de menos al desgraciado de Nikander, porque ya lo dice el refrán, . y ellos se juntan.
Repartidas por el metraje, como siempre, no faltan las radios de los coches, los tocadiscos, las máquinas de los bares, mientras los temas de John Lee Hooker, Elmore James, y algunas bandas locales animan las aventuras y sobre todo las desventuras de la extraña pareja.
1987 – Hamlet Goes Bussiness
La patada. Momento mítico donde los haya (en 3 tiempos).
Ofelia, tan casta ella, se niega a ofrecerle a Hamlet ese oscuro (aunque tal vez en este caso concreto debiera decirse claro) objeto del deseo, o al menos antes de un matrimonio que nunca llegará. Sin embargo Hamlet no despespera, y se decide a comprarle un helado con la aviesa intención del aprovechamiento carnal posterior, en una nada sutil tentativa de quid pro quo. Como era de esperar, su gozo en un pozo, de alcohol. Ofelia se mantiene en sus trece y Hamlet acaba en un bar frente a un combinado presumiblemente de vodka, mientras escucha en directo la destructiva actuación de Melrose hablando de una «putita rica» (Rich Little Bitch) La visita de Rosencrantz y Gildernstern no logra cambiar demasiado su estado en un momento así.
Otro momento mítico: La coronación. One-two-three-four!
1988 – Ariel
Siempre existen excepciones que confirman las reglas. Ariel es la única película del finlandés en la que no existe actuación musical en directo. Pero si hay, como siempre, algún que otro momento musical digno de destacarse:
Otro ejemplo de la música empleada por los personajes con una finalidad más allá de la experiencia sensorial: Tastio y Mikkonen se han hartado de la cárcel. Gracias a la cuchilla que le regala Irmeli fingiendo que es el cumpleaños de Tastio, idean un brillante plan de fuga. El mejor modo de llamar la atención de los guardias es la atronadora música despedida por la fiel compañera del protagonista, su radio. Con los Melrose de fondo, habituales en la filmografía del director desde su primera colaboración en Hamlet Goes Bussiness, el guardia se acerca a ver que ocurre. Mikkonen está (aparentemente) ahorcado en la celda. Entra, y Tastio le endiña con la barra de la cama. Ya está hecho lo más difícil.
Tastio está a punto de subir a su cadillac dispuesto a salir en busca de un lugar donde dormir (ironías de la vida, un sin techo con un cadillac). De repente, descubre a sus compañeros del «tajo» escuchando su radio al calor del fuego mientras toman unas cervezas. Ellos le dicen donde puede encontrar cama barata, y en compensación se los lleva a dar un garbeo.
1989 – Leningrad Cowboys Go America
En la tundra siberiana poco puede hacer uno para divertirse. Conducir tractores, sacar a pastar a las ovejas, o montar un grupo de musica tradicional son las opciones más habituales.
Ya en Nueva York, guiados por su carismático y ruin manager Vladimir, los Leningrad Cowboys dan su primera actuación (en realidad un casting) en un garaje que no dista mucho del establo del comienzo.
El casting no fue muy allá, pero consiguen un bolo en una boda. Eso sí, en México. El largo viaje termina por convertirse en una gira. Pero si aprendieron inglés leyendo un libro durante el vuelo, ¿Por qué el rock’n’roll iba a tener secretos para ellos? Una vez estudiado el libro que les entrega Vladimir todo resulta mucho más fácil. En Memphis no lo hacen nada mal.
El peluquero consuela a Igor, el tonto del pueblo, un Leningrad Cowboy frustrado, por no poder hacerse un tupé como el de sus admirados vecinos. Es lo que tiene la calvicie. Pero Igor no desespera, y gracias a su tenacidad, logrará terminar como road manager del grupo.
Por las calles de Louisiana se marcan un cortejo fúnebre musicado que termina, como tantas otras veces en la filmografía de Kaurismäki, que a veces parece compuesta por ecos sincopados, con los protagonistas a la sombra.
Tras un espectacular tema de cuatro días de duración basado única y exclusivamente en la percusión con latas de refresco, deciden sacarlos de la cárcel. Con orejeras.
Ser un Leningrad Cowboy no es fácil. Requiere de un estoicismo que no está al alcance de cualquiera. Momento para la reivindicación del grupo.
Ante una audiencia tan entregada es imposible hacerlo mal.
Tras una interpretación que no entusiasma demasiado al público, incorporan al micro a un primo exiliado al que encuentran en la gasolinera. Con su versión de Born to be Wild terminan por metérselos en el bolsillo.
Ya puede olerse el tequila, pero todavía falta un poco.
Y por fin, el esperado gran gig. En la boda mexicana. Con artista invitado.
1989 – La chica de la fábrica de cerillas
Tras un largo y monótono día de trabajo en la fábrica de cerillas, y unas horas en su «dulce hogar», sin cruzar ni una palabra con sus padres, que a su vez tampoco son demasiado comunicativos entre sí, Iris se acerca al baile, se sienta en «la fila» y espera pacientemente, refresco tras refresco, a que algún buen mozo la saque a la pista. Lamentablemente, los hay que prefieren bailar con la más fea antes que con ella. Mientras tanto no se detiene el mundo, y la orquesta no deja de tocar.
Al día siguiente de la funesta experiencia de pasar en el baile varias horas para finalmente volver sola a casa, se desayuna con una caña (como habitualmente lo hace Kaurismäki, al parecer, y yo algunos domingos antes de ir a misa) mientras la máquina de discos ofrece un surfero instrumental bailable.
En la discoteca, encuentra, por fin, al que puede ser su príncipe azul. Tal vez su aspecto debiera haberla tirado un poco para atrás, pero su necesidad de sentirse amada le impulsa hacia un personaje que a la larga resultará poco recomendable. Si es que tiene aspecto de criminal ¿no? Pero a ella se le ve tan feliz que el espectador al principio concede el beneficio de la duda.
Sus padres la han echado tras descubrir su embarazo y a Iris no le queda más remedio que acomodarse en casa de su hermano. Mientras se escucha a los Renegades con el clásico Cadillac, parece que ella tiene algo en la cabeza. Nada bueno, se presume.
Vestida de negro, como corresponde a una novia de la muerte, escucha a Tchaikovski antes de la despedida. En última instancia decide cambiar de emisora. La letra de la canción de Olavi Virta lo dice todo:
Cuando uno lo da todo
y sólo recibe decepciones,
el baúl de los recuerdos es cada vez
más duro de llevar
Ahora ya no brilla la flor del amor
Tu mirada fría y tu gélida sonrisa
la han matado
1990 – Contraté a un asesino a sueldo
Nadie diría que un tipo como Henri Boulanger puede escuchar música apasionadamente. Y el que lo dijera se equivocaría. Henri no bebe alcohol, solo toma té con pastas, y que la radio esté regalando melodías como por arte de magia es una mera anécdota en su vacía existencia. A todos los efectos para él es como si no estuviera.
Pero la vida da muchas vueltas. Han pasado cosas. Alguna cerveza que otra, y algún whisky doble, han caído. Y en plena evasión, la música puede ser una vía de escape momentánea. Joe Strummer demuestra que dos acordes pueden ser música con la cadencia apropiada, y con algo de voz. Y Henri la degusta mientras su paladar hace lo propio con el alcohol.
1992 – La vida de Bohemia
Un músico, un pintor y un escritor. Una ciudad, Paris. Y como siempre en Kaurismäki, algún momento musical entre acto y acto. Uno de ellos: Personaje (en este caso Rodolfo) sentado en el garito mientras un grupo de rock (en este caso desconozco los intérpretes aunque si reconozco el tema, Surfin’ Bird) se hace con el escenario (nótese que el que baila a la derecha es Schaunard, otro personaje). Una mujer, un cruce de miradas, tal vez un amor a primera vista. Y ella, ante su inacción, se va con otro (el bailongo de Schaunard)
De nuevo Rodolfo (y también sus compañeros), frente a un club, el Tahiti. Este club, que aparece antes en la película, no se llega a ver por dentro, pero en ambas ocasiones la música se deja escuchar en el exterior. En esta ocasión, la letra le comunica a Rodolfo que la deje sola. Pero este no hace caso de la melodía, lo que terminará trayéndole muchas alegrías y finalmente una gran pena.
La última composición de Schaunard es una lograda pieza experimental, rica en matices y ornamentos, pero desgraciadamente incomprendida por sus únicos oyentes.
1994 – Leningrad Cowboys Meet Moses
Si Leningrad Cowboys go America retrataba el periplo estadounidense de la autodefinida como la peor banda de rock’n’roll del mundo, en esta segunda parte arrancamos cinco años más tarde con un fuerte aroma a western y una banda que no se encuentra en su mejor momento subsistiendo cerca de la frontera mexico-estadounidense. Su historia, la de las dos películas, es una colección de temas en directo. Leningrad Cowboys Meet Moses es su regreso a su tierra a través del continente europeo. Pero todavía en los Estados Unidos, más concretamente en Coney Island, y con ritmo de pasodoble comienzan su particular gira de hora y media interpretando Rosita, la historia de un muchacho que iba a comprar leche hasta que se encuentra con la que da título al tema.
En el bingo, interpretando su adaptación del tradicional Kasatchok a lomos de un mini-escenario móvil. Tal vez algo denigrante, pero recordemos que el grupo vivió tiempos mejores.
Los invitados a la boda contemplan algo desconcertados tan desontrolada marcha nupcial. La masturbación guitarrística no ayuda a que empaticen con el tema.
Una oda a la luna solitaria para los sin techo de Frankfurt con los que comparten velada.
La famosa Rivers of Babylon recibe aquí una nueva vuelta de tuerca con artista invitada incluida.
La gira por Alemania termina en Dresde, en un bar de lo más íntimo.
Aunque se haya reconvertido en Moisés (Vladimir pereció en el desierto a causa de sus pecados) el manager sigue sabiendo que lo importante sigue siendo el dinero. Aquí recauda lo obtenido por la «sección mexicana de la orquesta», que saciaba su hambre con tequila (en la canción; obviamente Moisés no les permite tanto vicio)
Mientras Moisés se entretiene quemando arbolitos, el grupo disfruta de un ameno día de fiesta en un prado de algún lugar de la República Checa.
El profeta Elías se olvida momentáneamente de sus infructuosos intentos por recuperar la nariz de la estatua de la libertad robada por Moisés y se sube a las tablas a cantar Kili Watch.
El grupo toca donde puede, no donde quiere, o en todo caso donde quiere Moisés. En Polonia en una gasolinera en mitad de la lluvia.
Y por supuesto, el grupo no toca únicamente por diversión, también lo hace por dinero. Tal vez este par sean los que más recauden, aunque sea a costa de amordazar y sustituir a un pianista en un club selecto donde pasar la gorra puede ser una inversión de lo más lucrativa.
Ya en su Siberia natal, finalizamos como en los comics de Asterix. Fiesta por todo lo alto. Música y comida para todos.
Y Asuranceturix, aparte, que no moleste con su nariz y su milopea.
1994 – Agarra tu pañuelo, Tatjana
Valto y Reino acaban de conocer a Tatjana y Clavdia, una rusa y una estona que ven a esos «estúpidos finlandeses» como un billete de ida al puerto de Helsinki, desde donde poder llegar a Tallin. En la primera parada del camino, llega la obligada actuación musical, The Regals interpretan Think it over, y, como si hiciesen caso de la melodía, las muchachas comienzan a pensar si no deberían replantearse su elección. ¡Que tipos tan callados estos finlandeses!
Poco a poco se van conociendo. Las chicas se deciden a saltar a la pista de baile, tal vez esperando que los muchachos se animen y se unan. Veikko Lavi y Pertti Husu ponen la música de acompañamiento. Mientras, los charlatanes de Valto y Reino mantienen un animadísimo diálogo:
– Tías raras.
– El café es una mierda.
Y casi al final, la frase que da título a este pequeño homenaje al latir musical de Kaurismäki: « ¡Silencio! Los rockeros están tocando». En la televisión, The Renegades embrutecen al público con Girls, Girls, Girls. Los cuatro protagonistas acaban de destrozar con el coche la cristalera de la cafetería. El camarero, con la habitual pasión finlandesa, les sirve sin inmutarse. Porque los rockeros están tocando y hay que guardar silencio.
1996 – Nubes pasajeras
Mientras los títulos de crédito van desfilando ante nuestros ojos, el pianista Shelley Fisher tienta a nuestros oídos con su actuación.
En el mismo bar, el Dubrovnik, la orquesta toca por penúltima vez, amenizando una velada, la última.
Y tras la última cena, el último baile.
Nubes pasajeras es una película atípica en lo tocante a la música, dentro del cine de Kaurismäki, se entiende. Se echan en falta las jukebox de los bares (se ve una, pero no suena), las radios de los coches (los protagonistas venden el suyo), también las radios caseras están ausentes. Decía El último de la fila que cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana. En aquella época, en cualquier caso, yo prefería a los Ramones, y, sí, también a Bon Jovi (hay que entender que tenía siete años) Lo que verdaderamente ahora importa es que sigo prefiriendo a los Ramones, Bon Jovi me da un poco de grima, y El último de la fila se equivocaba. Esta película es el contraejemplo perfecto. Después de múltiples penalidades incluyendo la pérdida de sus respectivos empleos, a Ilona y Lauri solo les quedan Lauri e Ilona, pero se siguen amando, aunque no sean muy efusivos. Hay que entender que son finlandeses. A lo que iba, es que a pesar de que nos quedemos sin esos elementos musicales tan habituales en las películas del finlandés, siempre nos debe quedar la esperanza y así, cerca del final, sí encontramos uno de esos viejos tocadiscos. Ilona por fin siente ganas de oir música. Esta ilusionada con su proyecto, esperanzada.
Y es que, como dice la canción que suena mientras los protagonistas miran embelesados, las nubes son pasajeras.
1999 – Juha
Juha es un rara avis dentro de la filmografía de Kaurismäki. Me atrevería a decir que es la única obra del finlandés que cuenta con música compuesta expresamente para la película. Una nueva excepción que confirma una nueva regla, pues. Se trata de una película muda con una genial composición de jazz-rock de setenta y dos minutos de duración compuesta por Anssi Tikanmäki de fondo continuo. Una verdadera joya musical y visual disfrutable desde el principio hasta el final, pero tendremos que destacar al menos un par de momentos.
Tratándose de una de sus obras más musicales, no podían faltar esos shows en vivo de que tanto gusta el finlandés. La banda sonora de Tikkanmakki se funde con la imagen en sendas actuaciones:
En primer lugar tenemos esa pequeña orquesta al compás de la cual bailan Marja y Shemeikka mientras se fragua la inevitable traición, con Juha emborrachándose al fondo ignorante de lo que se avecina.
Tiempo después, el desencanto y la depresión de Marja, subyugada bajo la tiranía del viejuno proxeneta, se ven reflejados perfectamente en el decadente numerito de la madame cantando lánguidamente al compás marcado por el acordeonista mientras los depravados invitados se nutren de humo y alcohol, que no es poco.
2001 – Un hombre sin pasado
Los vándalos que provocan el ataque de amnesia del protagonista ambientan su robo con algo de música clásica. Para que luego digan que los ladrones no tienen corazón.
El orondo acordeonista ambienta con su música una típica escena familiar: Los niños juegan a las cartas con el invitado, abandonando la partida para surtir de agua caliente la ducha de su progenitor. La pobreza y la limpieza nunca han estado reñidas.
El ejemplo perfecto de la música usada como contraste con la imagen en el cine de Kaurismäki: Mientras la radio deja que los Renegades griten Do the Shake a los cuatro vientos, incitando al baile colectivo, a la unión entre las personas, a la fiesta y a la diversión, Irma se acuesta, sola, una vez más.
El protagonista descubre en el grupo musical del ejército de salvación a un posible filón, aunque tienen que aprender algo de rock. Si los Leningrad Cowboys pudieron, ellos también podrán lograrlo.
No está mal, aunque puede mejorarse. No obstante, los sin techo lo aprecian.
Y ahora, como los Leningrad Cowboys, han consumado su evolución hacia el rock.
Quedan los bises
2006 – Luces al atardecer
Tampoco falta la música en directo en la hasta la fecha última obra de Kaurismäki, recientemente estrenada en nuestras pantallas. Si Nubes pasajeras nos hablaba de las miserias del que no tiene trabajo y Un hombre sin pasado de las miserias del que no tiene hogar, en Luces del atardecer se cierra la trilogía con las miserias del que no tiene compañía. Koistinen es un pobre diablo más en la lista de desgraciados kaurismáticos, que no tiene a nadie en el mundo (o eso cree él; el final confirma lo que el espectador sabe toda la película, pero Koistinen ignora, tal vez voluntariamente) hasta que se encuentra con Aila. A pesar de no saber bailar, nuestro protagonista tiene el rock’n’roll en las venas, o eso dice, y la lleva a un tugurio donde actúan unos viejos conocidos del director finlandés, los Melrose. Un melenudo aprovecha para levantarle un baile a la gachí de Koistinen, que se tiene que conformar viendo la actuación.
Y de momento hasta aquí hemos llegado.
Lo que vendrá, nadie lo sabe (es la magia del directo). Pero el público pide otra.