Lancelot du lac (Robert Bresson, 1974)

La insoportable levedad del dogma

Lancelot du lacHay entre la crítica cierto reparo, cuando no temor, a revisar a la baja la trayectoria de un cineasta considerado intocable, siquiera a reconsiderar el valor de alguna de sus películas. Es el caso de Robert Bresson, nombre asiduo durante décadas en las listas de mejores películas de la historia, en concreto en las páginas de Cahiers du Cinema y Sight & Sound, y que hoy sigue vigente, entre otros motivos, por la admiración reiterada que le brindan directores en activo como Martin Scorsese y Paul Schrader, este último, autoproclamado discípulo suyo. Sin desmerecer un ápice la contribución de Bresson a lo que podría denominarse la «narrativa del estoicismo», lo cierto es que hoy volver a su obra plantea varios problemas de análisis que son plausibles en el caso de Lancelot du lac (1974), film sobre las andanzas del paladín favorito del rey Arturo, en el que Bresson llevó al extremo su dogma creativo. Dogma, sí, porque su naturaleza conservadora —fue un católico tan devoto como inflexible— le condujo a insistir en unas obsesiones formales que lastraron la etapa postrera de su carrera. Este es, por cierto, un error muy común entre los cineastas franceses de su generación, y también de las siguientes: Bresson, consciente de estatus de leyenda viva, convirtió su particular estilo en una prisión de la que no sabía o no quería salir.

La consecuencia de este enroque fue el convencimiento de que su narrativa podía abarcarlo y explicarlo todo, como si hubiera encontrado una teoría holística del cine, llegando incluso a imponerse y desvirtuar en beneficio propio otras narrativas anteriores. La cuestión que se plantea al revisar Lancelot du lac es precisamente esta última. Resulta evidente que todos los esfuerzos del Bresson guionista y director se concentran en despojar al personaje de Lancelot de toda su compleja significación original, que él conocía perfectamente porque escribió la película a partir de Lancelot, el caballero de la carreta, roman escrita por el poeta Chrétien de Troyes, en el último tercio del siglo XII, como parte de su contribución a la Materia de Bretaña, el conjunto de relatos de origen celta y bretón que fijaron la leyenda del rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda durante la Edad Media.

Lancelot du lac

Guiado por su conocido ascetismo y un sentido místico de la pureza, el cineasta se aplica con empeño y minuciosidad en un ejercicio de revisionismo moral que cambia el relato de Chrétien, en torno a la crisis de fe que sacude a Lancelot en su deambular caballeresco, por un cuento moral, de inequívoca raíz católica, que señala a la reina Ginebra como culpable de la desintegración de Camelot y el fin del reinado de Arturo. La película es inclemente en este sentido: todo el mal y la impureza de la historia se concentran en la esposa de Arturo, retratada como un ser impío, orgulloso y vanidoso. En términos dialécticos: frente al fracaso en la búsqueda de lo divino, simbolizado en la copa del Grial, por la pérdida de la fe —cuestión esta que atormentaba a María de Francia, mecenas de Chrétien y quien le encargó la novelita—, el fracaso en la búsqueda de lo divino por el deseo adúltero y la lujuria de una mujer. Fina y engañosa jugada de Bresson, y a la vez coherente con su visión casta y piadosa del ser humano, que considera al hombre, incluso al vil criminal, como la criatura más hermosa de Dios. La mujer, en cambio, solo es digna si adquiere un aura salvífica y redentora, a la manera de la Virgen María. Quizá sería oportuno empezar a plantearse si la mentalidad tradicionalista y la actitud patriarcal del director se ha disfrazado durante años de humanismo cristiano y un elevado sentido de la ética.

De este conflicto entre un hombre que duda (Chrétien) y otro que condena (Bresson) nace una película-homilía tan forzada en los significantes como en los significados. Por no decir, sencillamente, insostenible. Una cosa es adaptar un relato adoptando una visión propia para matizar, potenciar o discutir su valor seminal, y otra muy distinta, alterarlo a sabiendas para proyectar una visión limitante y castradora del mundo. El aparato formal no alivia esta impresión. La caligrafía habitual del autor de Pickpocket (1959), dada a las iteraciones de planos (sus famosos cuerpos «decapitados») y de motivos como las manos, los pies o los objetos cotidianos, se vuelve asfixiante y monótona porque sacrifica su intención original —mostrar aquello en lo que el ojo no suele fijarse— en el altar de una visión anti-épica de la Materia de Bretaña. Bresson es ciertamente el poeta del desapasionamiento, pero esta idea funciona razonablemente bien en sus historias de corte realista. Cuando el material de partida se basa precisamente en lo contrario y, por lo tanto, eleva los afectos, como es el caso del Lancelot de Chrétien, la expresividad del cineasta se resiente y roza el ridículo. No se puede mundanizar una historia a expensas de su verosimilitud. En el mismo error caerá Rohmer cuando filme Perceval el galés (Perceval le Gallois, 1978) desde su burladero intelectual.

Lancelot du lac

En el haber de la película quedan algunas ideas visuales sobre las que se levantarán dos de las mejores adaptaciones posteriores del ciclo artúrico. John Boorman imaginará Excalibur (1981) a partir de tres imágenes inolvidables: los esqueletos colgados de varios caballeros siendo devorados por los cuervos; Arturo y sus caballeros cabalgando a galope por bosques sombríos; y la sangre manando a chorros de las armaduras. Y la Camelot gris y hastiada de David Lowery en El caballero verde (The Green Knight, 2021) nacerá de la Camelot gris y hastiada de Robert Bresson. No es una herencia menor para una película que hoy, a medio siglo de su estreno, está más cerca del infierno que del cielo. Que Chrétien resulte más moderno que Bresson lo dice todo sobre Lancelot du lac.

El diablo probablemente (Le diable probablement, Robert Bresson, 1977)