Especial Perdidos
En este Especial Perdidos hablamos sobre la emblemática serie de J.J. Abrams, Damon Lindelof y Carlton Cuse.
Un relato de aventuras está compuesto de dos intenciones: fundar el mito y exaltar la leyenda. El cine, en su capacidad de amplificar ambos objetivos, añade un tercero: crear un hábito de lectura. Perdidos ha sido nuestra lectura durante los últimos seis años. En sus imágenes late la construcción de un mundo que, una vez clausurada la ficción, permanecerá a la espera de regresar a su interior. Cuando uno lee El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954) siente, como decía un profesor mío, que se pasa el tiempo. Al margen de sus tramas y personajes, el tiempo es como un corazón que bombea sangre ininterrumpidamente y mantiene con vida una idea bastante precisa: hasta qué punto puede uno persistir en el deseo imposible de recordar con sus detalles una vida que está pasando. Para decirlo con más claridad, cuántas veces fantaseamos con lo que ocurriría si, en efecto, la historia no acabase en ese punto exacto y estirase su narración unas páginas, unos días, unos años más allá. En este sentido, la isla vive como un todo bien definido en nuestro interior porque, eventualmente, tendremos la capacidad de sustituir las herramientas externas que nos han proporcionado —el cine, los guionistas— por unas propias que adquiriremos mediante la experiencia. En la lectura o el visionado de una obra existe un paso en el que el mundo artificial se rellena de rasgos comunes que, en consecuencia, producen que forme parte de nosotros mismos. Así nuestro deseo de ser supervivientes del vuelo Oceanic 815 o los protagonistas de una historia de aventuras.
Cuando Jack interroga a su padre sobre su condición, aquel le responde que todo ese espacio que se había movido alternativamente a la realidad de la isla es un lugar para recordar y reunirse. Por muy autorrevelador que se intuya, ¿qué otro camino existe en el campo no sólo de la ficción sino de la misma vida? Nacemos, vivimos y dejamos de existir pasando a un estado del que nuestro lenguaje sólo puede dar cuenta en términos sobrenaturales. Existe creencia, sí, que para algunos funciona como la herramienta apropiada para iluminar un abismo de conocimiento como el que se oculta más allá de nuestra percepción. Pero, en líneas generales, nuestro temor radica en olvidar y ser olvidados. ¿Dónde y cómo queda la memoria? Pensad de nuevo en Resnais como un reflejo de aquel ingeniero informático que se proponía almacenar y actualizar toda la información del mundo en un programa. ¿Cómo podría olvidar Claude a Catrine? Lo que nos lleva a ¿cómo olvidar la aventura de la isla?
En uno de los mejores episodios de Fringe. Al límite (Fringe, J.J. Abrams, Alex Kurtzman y Roberto Orci, 2008-?), el científico Walter Bishop discute con su colega Alistair Peck una serie de conceptos que, tarde o temprano, vuelcan en la conversación la necesidad de volver atrás en el tiempo y modificar lo que, de alguna manera, sabemos que ha sucedido. Muchas ficciones sobre saltos en el tiempo plantean la catástrofe, la ruptura como una deformación moral producida por el ansia del hombre de igualar a Dios en su poder de modificar la naturaleza. Sin embargo, en White Tulip (Tom Yatsko, 2010) el regreso en el tiempo reflexiona sobre su éxito, es decir, sobre cómo soslayar el recuerdo de que esa modificación —y aquí cobra especial relevancia la historia del propio Walter— no cubre ni oculta el suceso que, en algún momento de su vida, tuvo lugar. Durante la quinta temporada de Perdidos, los saltos temporales se suceden repetidamente llevando a los supervivientes de una década a otra. De forma inocente, podríamos pensar que cada interrupción les obliga a remodelar el espacio que han habitado durante un tiempo; les obliga a, ante el paso del tiempo —aunque sea retroactivamente—, crear un nuevo hábito de vida en las circunstancias que se les plantean. Sin embargo, la cuestión central es que el motivo por el que han llegado a ese lugar nunca desaparece.