El fantástico vive, desde hace décadas, una extraña situación. Abundan las etiquetas, la mayoría estúpidas, y la necesidad de convertir cualquier película en un producto franquiciable —véase, sin ir más lejos, el warrenverse desarrollado a propósito de The Conjuring y alrededores—. Hace unos meses fui a ver Beau tiene miedo (Beau is Afraid, 2023). Con Ari Aster me sucede que pienso en él como un cineasta “de fragmentos”; a menudo, incapaz de construir una película rotunda, pero al mismo tiempo dotado de una habilidad para crear imágenes, escenas, instantes de incomodidad. Recuerdo ese prólogo de Midsommar (2019) en el que una conversación interrumpida en un chat de Facebook es más perturbadora que toda la revisión del horror folk que viene a continuación; o esa historia de fantasmas que nunca tiene lugar en Hereditary (2018), pero que a cambio nos deja esa inquietante imagen de la madre muerta. En Beau tiene miedo sucede algo parecido con ese momento, entre bizarro y espantoso, en el que la hija de la familia que acoge al protagonista se envenena tras ingerir deliberadamente pintura. Hasta el punto de hacernos pensar en lo mucho que le interesa a Aster describir el shock, el impacto visual primario, por encima de cualquier otra aspiración narrativa.

Beau tiene miedo
No creo que Aster tenga mucho problema con el exceso ni con llevar a cabo la táctica de quemar las naves, porque hay una extraña vitalidad en las imágenes de su película que sale vencedora hasta en los momentos más aburridos. O de más batiburrillo conceptual. Lo suyo es una poética de la incomodidad. Psicodramas familiares. Imágenes potentes que se posicionan, casi, por encima de la historia que narran. Hijos vulnerables, pero también demasiado humanos; madres terribles, pero también perturbadas por todo aquello que no han podido tener; entornos pesadillescos que desdibujan o violan esos sueños de ambientes y rostros cercanos. De fondo, el sentido del humor de Aster diciéndonos que, después de todo, solo es una película. Así que por qué no espachurrar cabezas, poner en escena penes gigantes monstruosos, el sexo más repelentemente imaginado y la vacuidad de un ambiente urbano tan descompuesto que lo de menos es encontrarse un cadáver momificado en mitad de la calle.
Pero, entonces, ¿dónde queda el fantástico? ¿y el terror? Hasta cierto punto diría que las películas de Aster sabotean la idea de fantástico que podamos tener en mente; entre otras cosas, porque me resulta un mal narrador. Pienso en James Wan y el talento para la set piece —probablemente, Expediente Warren: El caso Enfield (The Conjuring 2, 2016) sea su obra maestra—, pero también en su capacidad de absorción de códigos y tradiciones que pone en juego en sus imágenes mientras se pregunta, y nos pregunta, si todavía tienen razón de ser. Algo parecido a lo que Ti West ensayó en películas tan extraordinarias como La casa del diablo (The House of the Devil, 2009), pensadas como un crescendo narrativo, prácticamente todo clímax, que plantea cómo crear una atmósfera de terror hasta el estallido final durante los últimos minutos del filme. Lo que separa a realizadores como West y Wan de Aster es que sus películas regresan al espíritu de una época sin, por ello, la voluntad de canibalizarlo o pasarlo por el túrmix posmoderno. Hay, más bien, una curiosidad hacia unas formas, unos discursos, que más que pasados de moda han quedado olvidados por el ímpetu de renovación con el que se entiende el cine. Y lo suyo, en este sentido, pasa por excavar y rescatar, ensayar y narrar. Otro ejemplo brillante: M. Night Shyamalan recuperando la narración en imágenes en Tiempo (Old, 2021) para describir, con un gesto de una sutileza apabullante, la ceguera del personaje interpretado por Vicky Krieps.

Háblame
Una sensación parecida me sucede con Háblame (Talk to me, 2023), de los Hermanos Philippou. De entrada, la película tiene una idea maravillosa: lo fantástico, ejemplificado en este juego de la mano para conectar con el mundo de los espíritus, aparece completamente naturalizado. Es parte de los ritos y hábitos de sus protagonistas adolescentes. Con esa pincelada, los Philippou ya han aislado a sus personajes de un mundo adulto que no participa de la tradición; que, de hecho, solo está presente en todo ello en forma de trauma familiar. Suficiente para la pareja de cineastas, que exprimen cada una de sus escenas con tanta hambre narrativa como para ocultar carencias. De un lado, le dan la vuelta a la ghost story más clásica; por el otro combaten la gentrificación del género trabajando con sus códigos; mejorándolos, incluso.
A propósito del remake de Candyman (2021) firmado por Nia DaCosta nos encontramos con una doble sorpresa: de un lado, una interesante variación del relato original de Barker; del otro, un oportuno comentario sobre la gentrificación del género, aquí ejemplificado en el personaje del pintor protagonista. Lo interesante de la película radica en que aquí el mal es, más que una figura, su extensión en el barrio. En el bloque. En la cultura que, de alguna manera, el protagonista explota formalmente a través de su pintura. Tanto el relato como la película juegan con la idea de hiperstición, entendida esta como la clase de superstición que, a través de una ficción, traspasa esa barrera para convertirse en real. Algo parecido a lo que llevó a cabo Nick Antosca en su serie Channel Zero y en esa relectura de Candyman que podría ser Butcher’s Block (2018). Entonces, ¿cuál es el elemento diferencial? La capacidad de crear una mitología, o revitalizar una ya existente, a partir de la cuál nutrir sus imágenes, construir sus relatos, narrar sus historias.

Candyman (2021)
Mitologías revisadas, tradiciones pervertidas
De entre los numerosos temas que vertebran el cine de género hay dos que mantienen una vigencia especial. El primero tiene que ver con el horror como pegamento para mantener cohesionada a la comunidad. Cuando Robin Wood observaba en las imágenes de La matanza de Texas la degradación de una estructura tan institucionalizada como la de la familia, la idea era clara: cada comunidad, cada grupo, inventa su mitología y la transmite de generación en generación con el objetivo de taponar esa herida social. Su desintegración. El monstruo puede ser una de tantas nuevas formulaciones de la figura del hombre del saco o bien ese miedo colectivo, heredado de la tradición oral y los cuentos a la luz de la hoguera. Eso que tan bien describieron cineastas como Shyamalan en El bosque (The Village, 2004) o Wes Craven en Almas condenadas (My Soul to Take, 2010).
Tanto Halloween como otras sagas del terror estadounidense —Pesadilla en Elm Street, sin ir más lejos— han funcionado como campo de pruebas para las diferentes sensibilidades de la época, a su pesar. Con el despegue de Dimension Films durante la segunda mitad de los 90, Kevin Williamson aprovechó su ascendente en el cine de género para recodificar, a partir del guion de Halloween H20: 20 años después (Steve Miner, 1998), a un Myers más afín a la sensibilidad teen del final de siglo. Apenas una década más tarde, Rob Zombie era el encargado de replantear al personaje y su mitología. Con Zombie sucede que era la clase de artista con un imaginario ya más o menos labrado desde su primera película y su trabajo como músico, de modo que ese encuentro con Halloween, de alguna manera, precipitaba una colisión creativa interesante. Y lo cierto es que su primera parte, estrenada en 2007, anticipa unos cuantos detalles a ese respecto, pese al apego casi obligatorio que debe al filme original de Carpenter y que lastra algunos de sus hallazgos. Es, sin embargo, Halloween 2 (2009) donde se concentra todo lo interesante del enfoque de Zombie: Michael Myers convertido en una fuerza descomunal, monstruo brutal asediado por visiones; los adolescentes que han sobrevivido al primer ataque dibujados como marginados recluidos en una burbuja de psicosis y horror; el aspecto grasiento de su cine como lubricante para unos paisajes y escenarios propios de una América de pesadilla. En esta secuela hay, casi, un ejercicio de canibalismo; el del propio Zombie devorando a Myers a través de su imaginario cinematográfico. Pero, ¿es en verdad así? Es difícil no reconocer en su primera aproximación a Halloween una caligrafía forzada, por imposición, hacia la película de Carpenter y algo que no termina de funcionar: esa mezcla de terror metafísico con la bajeza moral del exploit con la que actúan todos sus personajes. El interés de Zombie por mostrar ese miedo sucio, repelente por asqueroso, que su versión de Michael Myers ahuyenta cada vez que rebana, clava o golpea hasta la extenuación a alguno de sus personajes repulsivos. Por decirlo de otra manera: cuando uno ve la película de Zombie, lo que observa no es una América aterrorizada por esa pesadilla que representa la figura de Myers; al contrario, pues muestra a una América que es en sí misma una pesadilla, de la que Myers es, a la fuerza, una emanación directa.

Halloween 2 (2009)
El problema de Zombie es que ha acabado prisionero de su imaginario, agotando franquicias propias —como la de Los renegados del diablo (Devil’s Rejects, 2005)— o caricaturizando ajenas —como su versión de La familia Monster (The Munsters, 2022)—, cada vez más lejos de lo enunciado en The Lords of Salem (2012), su obra maestra. Hablo en términos de aportación al género, no de lo disfrutables que sean como ejercicios de nostalgia por un fantástico desaparecido. Por eso, volver sobre Halloween 2, con ese arranque poderosísimo que reescribe en forma de prólogo lo que Rick Rosenthal puso en escena en Halloween 2: Sanguinario (Halloween, 1981) o con los apuntes psicologistas que coloca en diferentes momentos del film, mientras en paralelo narra la demolición del personaje de Laurie, atrapada en su pesadilla sin final, dan cuenta de un cineasta con una idea clara de lo que quiere explorar a través del remake.
Casi una década después, David Gordon Green y Danny McBride han sido los encargados de recuperar la franquicia a partir de una nueva trilogía de filmes. Junto a ellos, el regreso de Jamie Lee Curtis en el papel de Laurie Strode busca reconciliar a la base de aficionados con el original carpenteriano. Y es curioso cómo lo que sucede es justo lo contrario. Tanto Green como McBride toman esa herencia como una oportunidad para gentrificar el género y, de paso, neutralizar algunos de los aspectos más interesantes de la saga. En el primer episodio, por ejemplo, a través de la pareja de documentalistas que buscan forzar al anciano Michael Myers a volver otra vez a su rol de asesino. El problema es que, como tal, el filme está estructurado en una historia de venganza que detona en la escena final con el encuentro entre Laurie, su hija y su nieta y Myers. Ahí es donde el terror se disuelve para mostrarnos lo que, en fondo y forma, es el ajuste de cuentas hacia esa imagen del hombre del saco que ha atenazado a sus protagonistas durante décadas. Y es un giro interesante, más por esa forma de reunir a toda la familia en el mismo plano, que por cómo lo acaba desarrollando Green.
Esta nueva trilogía de Halloween tiene como problema principal el exceso de protagonismo de sus personajes, la necesidad de los creadores por dotarlos de mayor dimensión, pero también de otras características que los pongan en el mismo plano que a Myers. ¿Es tan indestructible Laurie como Michael? En los compases finales del segundo episodio, el grupo de vecinos liderados por Anthony Michael Hall hacen frente al Mal solo para acabar reducidos por la fuerza bruta del asesino enmascarado. Y es un apunte interesante, en verdad, pero al que sus artífices no logran sacar provecho, entre otras cosas, porque con ello borran todo lo que de metafísico puede tener una forma como la de Michael. Porque este nuevo relanzamiento se balancea continuamente entre las deudas con el original y la obligación de apuntar, una y otra vez, el paso del tiempo para la saga. Cómo han continuado con su vida los personajes que han sobrevivido, cómo un anciano vestido con mono y máscara puede encarnar al horror en toda su pureza, etc. Da la sensación de que ni Green ni McBride pueden escapar de ese callejón sin salida que empaña algunos de los méritos de sus películas y relega a una especie de indeterminación el sentido de este remake. ¿Qué representa Michael Myers?

Halloween Ends
Es, sin embargo, el tercer episodio el que reúne todos los puntos de interés y, también, todos los problemas de la saga. Halloween Ends (2022) arranca con el personaje de Cory, un adolescente que tiene que hacer de canguro de un niño algo repelente. La escena termina con la muerte accidental del niño y la figura de Cory marcada por esa culpa de la que no se va a poder reponer. Con Michael Myers desaparecido, ahora el hombre del saco no puede seguir siendo una forma espectral. Así que, a medida que avanza el metraje, nos encontramos con que Cory desarrolla todo ese rencor en un instinto asesino que le lleva a matar, esta vez, a sabiendas, convirtiéndose poco a poco en el avatar humano de Myers. De un Michael que apenas aparece por el metraje, pues la huella del tiempo lo ha convertido en un anciano escondido en una cueva. Con este panorama, la decisión interesante habría sido continuar con esa idea de Cory como nuevo Myers, prolongando la psicosis de un pueblo que, en esencia, no sabe cómo vivir sin tener como referencia la figura de un monstruo, del tipo que sea. Otra vez, el horror entendido como elemento cohesionador de la comunidad. Pero Green no resiste a la tentación de recuperar a Myers, de mostrarlo como el verdadero horror, de incluso descomponerlo en mil pedazos en ese final catártico, desintegrado a manos de una turba que ya no puede más. Se podría decir que ya no sabe cómo poner todo eso en escena y necesita ensayar diferentes pruebas para ver cómo funciona. El problema es que, por el camino, hay algo que se pierde, una idea del fantástico que se debilita, un trabajo de punto de vista que varía casi a capricho. Porque Green no sabe cómo mantener a Cory de villano sin recurrir a Myers, ni cómo recuperar a Michael sin tocar la tecla de la edad y el tiempo, y hace de esa forma de entender el género un perfecto ejemplo de gentrificación. El fantástico reducido a una nota de suspense; lo metafísico convertido en un cuerpo desmembrado y un Mal domesticado a través de la ira y la venganza. La comunidad vence en esta historia, pero parece que solo para encubrir su propia degradación.
Green pule todas las aristas, todo lo genuinamente inquietante de Halloween, sin siquiera hacer suyo el discurso, como sucedía con el díptico de Zombie. Entre otras cosas, porque sus películas son de caligrafía clara, al gusto de esta cultura del remake higienizado y mainstream en el que impera el guiño cómplice, la relectura interesada (toda esa reconstrucción, aprovechando el metraje con Donald Pleasance, que tiene lugar en Halloween Kills) y una violencia a la que se le ha desprendido ese punto perverso y erótico. Pero que, a cambio, discurre como un visionado entretenido, a ratos con hallazgos interesantes de puesta en escena, a costa de sacrificar lo que verdaderamente representa un filme como Halloween: ese terror casi metafísico que acecha desde cualquier parte, que está ya en el mismo punto de vista de la cámara que filma, que cerca a sus protagonistas sin que puedan hacer nada para salir de él. Porque forma parte de ellos, de esa estructura familiar cada vez más degradada, de esa comunidad atenazada por su fragmentación, necesitada de un monstruo que actúe como pegamento. Sin el cuál, en definitiva, perderían su razón de ser. Que es justo lo que, al final, resulta difícil encontrar en el tríptico firmado por David Gordon Green.
Slasher y posmodernidad, una historia de amor
Desde su aparición a mitad de los 90, la saga Scream ha funcionado como caja de resonancia para un subgénero como el slasher, en este caso, en permanente contacto con las tendencias de cada época. Para la franquicia, de hecho, no pudo haber mejor momento que esos 4-5 años de producciones, secuelas y derivaciones auspiciadas bajo el paraguas de Dimension Films y otras productoras. También para Wes Craven, que poco a poco desplazó a Kevin Williamson como punto de referencia de la serie. No en vano, Craven llega a la serie tras agotar su propia mitología con La nueva pesadilla (Wes Craven’s New Nightmare, 1994) —por otro lado, una de sus mejores películas— y ejercer como mercenario de Eddie Murphy en Un vampiro suelto en Brooklyn (Vampire in Brooklyn, 1995). Y lo que encuentra aquí no es solo territorio para ensayar una puesta en escena y revigorizar unos códigos del slasher —con Scream 2 (1997) como su obra maestra dentro de la saga—, sino la confianza para extender ese imaginario hacia otras propuestas, desde La maldición (Cursed, 2004) hasta la ya mencionada Almas condenadas, dos filmes mucho más interesantes de lo que su resultado final apunta.

Scream 2
No se me ocurre mejor descripción para el trabajo de Craven que la proporcionada por Vincent Malausa en las páginas de Cahiers du cinéma: un gusto por el vicio. En una película como Scream 4 (2011), que llega tarde y estira, de buenas a primeras, el chiste meta para tratar de engancharse una década después con la trilogía anterior, lo que queda patente es la exuberancia con la que Craven filma los asesinatos. Esa combinación entre una planificación elegante, basada en el juego del gato y el ratón, y la carnalidad con la que muestra cada aparición de Ghostface. En el asesinato del personaje de la agente literaria de Sidney Prescott, interpretado por Alison Brie, se intuye ese brillo erótico que no habría disgustado a cineastas como a Dario Argento o al Brian DePalma de la época de Vestida para matar (Dressed to Kill, 1980). Esa pausa, ese deleite no tanto en el suspense de la escena sino, más bien, en la violencia que está contenida y que nos mostrará en todo su esplendor gráfico. Algo, por otro lado, que siempre ha sido una divisa del slasher, con ese absoluto desprecio por los cuerpos de los protagonistas jóvenes y, al mismo tiempo, la devoción por convertirlos, casi, en objetos estéticos que el asesino de turno destrozará bajo el emblema del vicio.
En este sentido, resulta significativa la evolución de Craven entre películas, su forma de enfocar la franquicia. Por muchas veces que regresen Ghostface o sus maltrechos supervivientes, Scream es ya un ejercicio de estilo. La segunda parte lleva hasta el paroxismo ese juego con el espectador a través de ingeniosas set pieces —por ejemplo, esa en la que las dos protagonistas han de salir de un coche atravesando para ello el asiento en el que yace un Ghostface inconsciente—, mientras en paralelo salpica la trama con apuntes de clásicos grecolatinos. Pero, a medida que Craven se afianza como cineasta con medios a su disposición, creo que consigue que cada vez importe menos la historia, incluso la mitología interna, y que todo se articula a través de su soltura tras la cámara.
La evolución lógica de Scream pasaba por recalar en un contenedor cultural como la MTV, si bien cuando la franquicia cambió de manos no hubo dudas a la hora de plantear una nueva secuela. Hay poco que decir de Scream 5 (2022), más allá de la relativa decepción de encontrar a unos poco inspirados Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett, integrantes del colectivo Radio Silence, tras las cámaras. En concreto, a través de una puesta en escena perezosamente televisiva, repleta de planos medios, en la que los dos cineastas proceden a saquear lo que queda de los pocos personajes que han sobrevivido a estas alturas de la franquicia mientras rizan, una vez más, el rizo de lo posmo. Sigue el juego de gato y ratón, pero todo queda como desabrido, sin energía. Por ello sorprende tanto el arranque de Scream 6 (2023), nuevamente a cargo de ambos directores. La escena inicial es más bien larga y comienza como tantas otras: una mujer solitaria en un entorno masificado, un restaurante. Una cita misteriosa que no llega. Esa chispa de erotismo en el suspense, la que hace que su protagonista se salte cualquier regla de sentido común para avanzar hacia lo que quiere el espectador: que la maten. Y, efectivamente, su casi inmediato asesinato rodado con cierto gusto.

Scream VI
La cosa es que Gillett y Betinelli-Olpin deciden continuar la escena y desenmascaran a su asesino; ni qué decir tiene que en el momento en el que nos muestra su rostro ya lo han identificado como una víctima, en realidad. Es la cámara, que lo va a seguir hasta su habitación del campus universitario, la que en adelante tomará el relevo como (casi) punto de vista del asesino. Por fin ambos directores se atreven a explicitar ese placer que se encuentra tanto en rodar un slasher como en ser su espectador. Toda la escena es un clínic de lo que significa observar, acechar en este subgénero. De ahí que, cuanto más se alarga, más emocionante se vuelve. El asesino va a morir a manos del auténtico Ghostface, anticipando de alguna manera la tesis de la película. Los directores dejan que nos deleitemos con esa idea.
Más allá de este potente inicio, Scream 6 transcurre por los mismos planteamientos de puesta en escena que su predecesora. El cambio, diríamos, es más bien en lo temático. Si la anterior secuela retomaba el punto en el ya quemado imaginario de Woodsboro, aquí la franquicia aterriza en la gran ciudad. Lo interesante, sin embargo, es que la coartada meta con la que se han desarrollado la mayoría de episodios cede su lugar, en este caso, al más puro exploit. La película, de pronto, deja de tener interés como enésima reinvención de Ghostface para plantearnos una especie de competición entre asesinos, con familias unidas para vengar al hijo muerto, hijas que se debaten entre una presunta normalidad o la sangre maldita que recorre su interior y personajes longevos en la saga, como el de Gail Weathers, reconvertida en madre accidental de todos esos adolescentes a los que, casi treinta años atrás, pudo interpretar su actriz, Courteney Cox.
La imagen contaminada
Dos de las películas más interesantes de la última década son It Follows (David Robert Mitchell, 2014) y Smile (Parker Finn, 2022). De ambas se puede decir que actualizan con inteligencia determinados códigos y gestos; la de Mitchell es, casi, un ensayo sobre el punto de vista como hacía tiempo que no se veía —en concreto, desde el Halloween de Carpenter—; y la de Finn, una interesante apropiación de cierto fantástico japonés con el que crear imágenes perturbadoras. Tanto una como otra no han producido, todavía, derivaciones, pero encajan perfectamente en lo que señala al principio del texto de cómo el fantástico recupera sus capacidades narrativas. Cómo es capaz de regenerar, sin traicionar. De reconstruir sin apelar a la moda —véase, por ejemplo, la terrible Saw: Spiral (Darren Lynn Bousman, 2021)—. Cómo ejemplifican una confianza no solo en el género, sino en las enormes posibilidades de la imagen fantástica. Y es aquí donde vuelvo, de nuevo, al cine de Ari Aster, y más allá, y lo que es o no género, lo que es o no terror.

Smile
Parece que ahora mismo el terror vive vinculado a una cierta poética del desasosiego, a espigar el miedo entre todo aquello que está al alcance de nuestro día a día. Se cumple la fantasía del Argento de Tenebre (1982) de ser capaz de provocar miedo a plena luz del día. Sin embargo, el precio a pagar estriba en negar esa complicidad con el espectador a través de las imágenes. Enseñar. Ocultar. Dirigir la mirada. Está el shock primario. La imagen digital convertida en contenedor de pesadillas. Pero el relato se cae, se pierde, deshilvanado, entre la potencia de lo que enuncia. No hace falta contar, explicar, casi ni siquiera decir lo perturbador. Llena la pantalla, la infecta y contamina. Y con eso basta. Repito mentalmente la imagen de la hija envenenada de Beau tiene miedo o de la hermana conectada al tubo de escape en Midsommar. Esa precisión pictórica, estática. Una imagen congelada. Un cuadro. La búsqueda del terror en toda su capacidad expresiva, por encima de cualquier otra cosa.
Tal vez todo ello sea producto de lo que los hermanos Philippou avanzan en Háblame; que, en el fondo, hemos naturalizado lo fantástico y esa línea de sombra que antaño representaba lo real ahora, más que nunca, aparece difuminada. Casi inexistente. Por lo que, más que narrar ese más allá, lo que corresponde es mostrar cómo colisiona con este más acá. El shock primitivo. Las comunidades se descomponen, casi tanto como las degradadas estructuras familiares, y en ese movimiento es donde surgen, donde afloran, tantas imágenes perturbadoras. Es otra clase de profecía autocumplida: en el fondo, el horror está ya aquí.