El asesino sin alma
La fascinación que ejerce la figura del asesino en serie sobre la sociedad occidental capitalista proviene de su consideración simbólica como manifestación extrema de la otredad más salvaje y terrorífica frente a un régimen que homogeneiza las capacidades del individuo corriente con la pragmática finalidad de convertirlo en un productor y consumidor eficiente. Esta visión involuntariamente romántica (en el sentido más lúgubre y decadente del término) del serial killer tiende a catalogarlo como una suerte de apóstata vengativo que ejecuta sus atrocidades para castigar a un sistema prosaico y cruel del que ha sido expulsado o por el que se siente rechazado. Dado que EE.UU. se ha establecido como el paradigma más hiperbólico y despiadado de la deshumanización que representa este inmisericorde sistema socioeconómico, la proliferación de este tipo de criminales, frecuentemente aquejados de psicopatologías severas que tienden a utilizarse como explicaciones para justificar la brutalidad de sus crímenes, resulta especialmente notable dentro de sus fronteras.
Además, la tendencia del sistema estadounidense a mutar su realidad mediante un proceso de espectacularización que le sirve para monetizarla y transformarla en un producto más fácilmente digerible para las masas, unida al potencial morboso que tienen las terribles acciones de estos monstruos (in)humanos y al atávico gusto por lo macabro del público, ha convertido a un buen número de asesinos múltiples en auténticas súper estrellas. Esta atracción ha derivado en la creación de un subgénero fundamental en el posterior transcurrir del thriller y el terror moderno. El concepto cinematográfico del psycho killer moderno fue inaugurado por Alfred Hitchcock con Psicosis (Psycho, 1960), que adaptaba una novela de Robert Bloch inspirada en el celebérrimo asesino antropófago y profanador de tumbas Ed Gein. De esta manera, partiendo de la sólida base construida por el mago del suspense en esta obra maestra seminal se han generado un innumerable número de películas que han ahondado en las perturbadas psiques de los más terribles homicidas construyendo un álbum del horror hiperrealista al que han contribuido cineastas tan importantes como Richard Fleischer, John McNaughton, David Fincher y, por supuesto, William Friedkin.
El director de la magnífica Carga maldita (Sorcerer, 1977), film impulsado por un delirio megalómano derivado del tremendo éxito que tuvieron Contra el Imperio de la droga (The French Connection, 1971) y El exorcista (The Exorcist, 1973) cuyo fracaso comercial marcó el acontecer ulterior de la carrera de Friedkin, ha realizado dos aportaciones a este subgénero. La primera de estas es A la caza (Cruising, 1980), inquietante policiaco procedimental salpicado de secuencias giallescas con el que Friedkin clausuraba su etapa más prestigiosa recibiendo un sinfín de palos por parte de la crítica y estrellándose en taquilla para prácticamente poner punto final al Nuevo Hollywood. En esta obra confluyen de forma natural el slasher y el thriller adulto de los 70’ siendo una de las más relevantes de su filmografía, aunque también una de las más maltratadas e incomprendidas hasta no hace demasiado tiempo. Su segundo acercamiento al cine de asesinos psicópatas es la película que nos ocupa. Realizada en un momento bastante menos dulce de su carrera Desbocado es una obra claramente menor dentro de un corpus fílmico que, desde el derrumbamiento definitivo del Nuevo Hollywood con la absorción de la industria por grandes corporaciones capitalistas ajenas a lo cinematográfico y la consecuente imposición del blockbuster, se había visto gravemente deslucido. Por alguna razón que no acierto a identificar, aunque probablemente tuvieran bastante que ver los problemas surgidos durante la producción con un Dino de Laurentiis al borde de la bancarrota, se percibe una desmotivación en Friedkin que se traslada a una puesta en escena formularia desprovista del exultante vigor narrativo que el cineasta había demostrado mantener en Vivir y morir en Los Ángeles (To Live and Die in L.A., 1985), su excelente film anterior donde retomaba la fuerza cinemática de sus mejores trabajos y nos hacía confiar en un posible renacer tras unos primeros 80’ no demasiado excelsos.
Charles E. Reece (Charles McArthur), psycho killer con mullet y especial predilección por el rojo cuando se viste para matar, aglutina una buena colección de tropos característicos del asesino en serie cinematográfico: convive con una madre trastornada (excepcional Grace Zabriskie), ha tenido una infancia traumática y escucha voces que le incitan a cometer los más sangrientos delitos. Para ejecutar sus terribles crímenes Reece utiliza una Luger P08, icónica arma alemana que revela su atracción por la parafernalia nazi, más tarde confirmada por la bandera con la esvástica que hay en su guarida. En su delirio paranoide Reece cree estar siendo sometido a un envenenamiento que lo está enfermando progresivamente y que solo puede curar bebiendo la sangre de sus víctimas femeninas. Esta obsesión funciona perfectamente como metáfora del pánico colectivo que se vivía en la década de los 80’ ante el entonces reciente virus del sida. Asimismo, el hecho de que Reece utilice como medicina únicamente la sangre de mujeres desechando la de sus víctimas masculinas resulta una alegoría evidente del rechazo social que había en la época por la homosexualidad. Hemos de recordar que estábamos en plena era Reagan y la comunidad gay era señalada como culpable directa de la difusión del VIH. Bastante menos interesante resulta la interpretación más obvia de la película que centra su atención en torno al debate sobre la pena de muerte desde el punto de vista de un ayudante del fiscal de ideología liberal, interpretado por un sosísimo Michael Biehn, que comienza a replantearse sus propios principios éticos y morales sobre la justicia cuando debe encargarse de la acusación en el juicio contra Reece. Si bien no deja de resultar interesante que esta controversia sobre la pena capital enlace temáticamente con el documental The People vs. Paul Crump (1962), uno de los primeros trabajos de Friedkin cuya influencia había resultado decisiva a la hora de conmutar la sentencia de muerte del preso afroamericano que lo protagonizaba. Asimismo, Friedkin volvería a reincidir sobre esta cuestión cuando años más tarde realizase el remake televisivo del clásico de Sidney Lumet Doce hombres sin piedad (12 Angry Men, 1957).
Estamos, por tanto, ante un film conceptualmente ambicioso y del que pueden realizarse innumerables lecturas. Sin embargo, no puedo evitar que pronto me invada la sensación de que Friedkin está en piloto automático. Hay que hacer un esfuerzo notable (y ser un auténtico creyente de la politique des auteurs) para reconocer la personal mirada del realizador de films tan vibrantes como la muy reivindicable Los chicos de la banda (The Boys in the Band, 1970) en una película formalmente bien realizada, pero mediocre y fácilmente olvidable. Desbocado es un film sin alma dirigido por un profesional solvente pero descreído. No obstante, esta mezcolanza de thriller psicopatológico y drama judicial, basada en una novela de William P. Wood que no he tenido ocasión (ni, la verdad, demasiadas ganas) de leer, posee un arranque garboso con una sádica secuencia inicial de asesinato en la que sí parece atisbarse el nervio fílmico de Friedkin. Lamentablemente, los momentos verdaderamente potentes de la película son escasos y la ferocidad abrupta de las secuencias más violentas pronto resulta fagocitada por una aburrida trama judicial plagada de jerigonza psiquiátrica planificada de manera tan correcta como rutinaria por un Friedkin que se muestra bastante perezoso.